martes, 4 de diciembre de 2012

La noche es una altura


No hay nada en la tele, la dejo encendida, pero muda, dando sonido negativo a la casa. La noche es una altura. La mañana es bajamar, la noche es alta mar, pleamar.
El silencio en la noche invade de paz la casa, en cambio por la mañana ese silencio es angustioso, por toda la adrenalina a gastar, el día grandón y espacioso es todo vacío. Las mantas sordas y peludas acolchan la noche, el territorio vetado a los niños, que mueren once horas con la cuerda apagada. El fuego del sueño empieza a arder, su humo en cualquier momento nos desconecta al vigía y nos mete a hibernar, fritos, rendidos. Es el proceso de apagado, antónimo y antípoda del proceso de encendido al otro lado del muro del dormir.
Ahora la percepción se vuelve blandengue, la mirada de chicle, los ojos más salados y ganando densidad, cemento tierno de carne, se hinchan hasta pulsar el interruptor. La conciencia se suspende, se aplaza. Quedamos desenchufados. El sueño vence, es un destino letal. Una sartén de diez mil kilómetros de diámetro. La realidad se torna una estrecha ventana blanda, una voluta de humo inconstante, hasta que se apaga todo. Cada día plego de la vida a las 11.

Zapear es procrastinarse, fumarse el tiempo. Yo lo hago mucho. Una sabia procrastinación es una vida también digna. A veces me acerco a eso. Las noches son más confesionales que las mañanas, ya de por sí diáfanas. Al amanecer el cuerpo se ve forzado a hacer creer que hace algo. Los objetos y muebles de la casa de noche están enpijamados, al despertar también ejercen, entonces sugieren, incitan, se quitan su lámina pijamesca de oscuridad.
Batín y aposentos son palabras consecutivas. Dichoso el que hace una cueva de ropa y se siente oso afelpado en su hogar. Edredones, albornoces, mantas, batines, zapatillas mullidas, la vida feliz de un oso humano de felpa.

Qué bien va para un escritor la prótesis del ruido obligado, qué bien se escribe en conferencias que no nos importan nada pero que impiden levantarnos. Ese ruido obligado, constriñe el albedrío de la inspiración, siempre demasiado ambiciosa e interestelar. La reclusión conferenciante, ese espachurramiento letal contra el aburrimiento, enseguida pone a la inspiración a pedalear, vehiculada, acotada por un tubito por el que fluye constante y alivia la desazón existencial en la perorata, el rollo.
Inspiración hay, siempre, pero muchas veces demasiado voluble, libre y cómoda, sin que ninguna situación la coja de la oreja ni la putee. Necesita ver que la aniquilan, como en la condena del sermón, y entonces acosada, se escapa por las rendijas de la reclusión y es una emulsión fluida y justa que virtualiza constante la escritura.

2 comentarios:

carmen dijo...

He tenido la experiencia del pensamiento libre en medio del ruido de otras palabras, pero nunca he podido escribir constreñida por ese ruido ajeno - llámese conferencia por ejemplo-
(Dibujitos sin más...)

Me gusta la noche confesional aunque es peligrosa.
Quien no recuerda esas conversaciones en las que el corazón se abre con la esperanza inconsciente de ser acogido.
Pero acoger "cuasisacramentalmente", como el corazón necesita, sólo lo puede hacer otro corazón leal y abierto también, con muchas horas de ejercicio en el silencio interior

Jordi Santamaria dijo...

Tienes razón, en un vis a vis uno duda de si el semáforo de la confesión está en verde o ámbar.
A veces la buena indicación es el trance, la pura intuición, esas frases que tras pronunciadas lucen como un bonito guión de una película que todo el mundo vería, y sentir el aleteo reiterado luego que confirma el salto al vacío.
Pero ayy cuando en el aire notamos venir el trompazo por la exposición a quemarropa. Habremos bebido de más o dormido de menos, intuición estropeada, pero hemos venido a jugar y son gajes de la aventura.
Si un día de 100 nos vacíamos y alguien no aprovecha el tiempo excepcional, oye, nuestro perro seguro que lo aprecia más y merece más atención que las carnes insensibles, ea.