jueves, 13 de diciembre de 2012

Majorero


Pasan camiones de naranjas por la autovía. El bus de las ocho no viene y yo soy un burmar flash vertical, esperando sin chaqueta el coche de línea, el trolebús, me da igual. Tal vez el conductor está liado protagonizando una novela, y esta mañana le asesinaban comprobando la bonoloto.

No. El rectángulo amarillo se acerca con el conductor sin sangre. Me meto en la estufa, de liana en liana de calor. Un avión me espera para tirarme a Fuerteventura, en una huida del frío.

Ya arrojados dunares y lunares en Fuerteventura. Mis plantas de los pies no entender. Esta mañana embutidas en calcetín nórdico, y por la tarde pisan desnudas la arena caliente. No entender. Aquí estamos con Thorsten, Klaus y quince mil compatriotas suyos, que vienen como tortugas, a morir en sus playas.

Exploramos un poco la isla donde desterraron a Unamuno, y la aridez no lo notó. La isla tiene una escasa vocación vegetal. Si pongamos, un costarricense, es llevado a visionar Fuerteventura, se quedaría ojiplático preguntando cómo han podido pelar tanta montaña de matas y descabellar todo lo verde, el cosmos rapado. Sólo desfila algún pino canario, que son los pinos llorones y afganos de los pinos. Si existe un mundo alienígena lo sería de veras si es un mundo sin presencia de pinos, porque el planeta azul está salpicado de verde pino como una presencia persecutoria.

Las Canarias es un viaje al centro de la tierra, escupido meteóricamente y puesto a secar, con sus colinas que se pliegan como la piel. Más allá de sus playas perennes, Fuerteventura es aburrida y desértica, pelada, como una isla con los efectos de la radioterapia volcánica.

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