lunes, 29 de julio de 2013

Mi primera adicción


Mi primera adicción fueron las bebidas gaseosas de dos litros ingeridas a morro con la puerta de la nevera abierta. Mi enclenque cuerpo de un metro cuarenta se plantaba ahí y se administraba ese botellón voluptuoso más allá de la sed.
Siempre se nos atrancan las comidas masoquistas. La trufa, es intensidad y distinción en sabor sin parangón, pero tiene sus notas de petróleo al mismo tiempo. El vino, magia desinhibidora aparte, es un sabor macho, matizado, de madureces cronometradas, en el que también aparecen hígados de amargura. La guayaba, castiga igual que deleita, a un bocado hedonista le sigue otro de disgusto, con su amargor tangible, nada volátil, así consigue suspender el juicio, dejar insatisfecho. A una ola que apunta a rico le sigue una duda, insuficiente para detestarla, aceptable. Es una forma de dar cuerpo, de dar envés, complejidad a una comida. El pollo rebozado y la pasta nos gustan sin más, sin rodeos, son directos como lo favorito. Los sabores masoquistas son más fetiche, semidirectos, una historia de amor-odio de las de toda la vida.
Las bebidas azucaradas eran como golosinas líquidas, que a mí, ser de paladar dulce, me producían fruición. Pero ese anhídrido carbónico de los refrescos del siglo XX, quien sabe si un cepo pavloviano de la coca-cola contra el mundo, jodía mi absorción de naranjada o limonada. Me dejaba insatisfecho. Un niño no tolera como le restriega ese gas las fosas nosales, la garganta, esófago, y su cascada efervescente en el estómago. Se deleita con el sabor de panal de fruta, mientras que por otro vial siente el picor y molestia del gas mostaza para niños. No vale la promesa, repetimos. Ese rico sabor nunca se cierra, porque en su ola aparece la molestia paralela del gas. Repetimos.
Así mamaba los botellones de refresco carbonatado. Sin solucionar esa frustración que llevaba pegadas la golosina y el anhídrido carbónico, como una trampa del mundo empresarial a los pequeños osos de los ochenta. De mayor no hago más que beber refrescos desbravados, soy aquel que los escancia de la lata, el que agita la botella de pet y le va sacando el gas lentamente. Soy un adulto desbravador de refrescos. De niño no podía más que ir de noche al lavadero, abrir la nevera, y mamar con cierta compulsión esa golosina fresca, líquida y masoquista. En toda adicción, hasta las más inocentes, el placer y el castigo van de la mano.

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