sábado, 6 de julio de 2013

Chirin


Sesenta apartamentos flotan en un estanque de tiempo dormido. La autovía rasga las siestas de lejos. Un perro oloroso de pelo y carne, a medio hacer de canícula, parece disecado en su dormitar. Me cuesta escribir, me cuesta arrancarle teclas a la escritura, con una lírica entaponada, cobarde y despistada hace tiempo. Que la lírica tiene un muro, tan leve y pugnaz como un tímpano. Una membrana que se merienda muralla. Leve es la onda cerebral lírica como una forma de respirar, una intuitiva forma de concentración, repentina, la lírica es repentina y arrebatada, luego flotante. Pero meteorológica en el cuerpo de uno, caprichosa, de barbechos y treguas.

El tiempo, sábado sobado de julio, derretido, hormonas espachurradas en sangre de calor, menos roja y más horchata. El calor hipnotiza al tiempo, provoca el horchatismo en vena. En estas coordenadas se inventó y patentó la siesta, y no fue un iluminado, fueron unos miles de parroquianos postrados. Porque aguantar el calorazo desde las 11 es ya una cosa de fondo después de comer, para bereberes y beduinos. La primera tarde en verano, de 16 h en adelante, no es tiempo lineal ni tiempo circular, es tiempo oblongo, un cronos sureño que consiste en un naderío suficiente hasta que el solano claudique. Allí en ese claustro se enquistó el Tour, fenómeno-de-julio como las Navidades en diciembre. Turra-salitre y tour, bendecido sea el verano; con poco calor, sin sal en la piel, sin tour y perico, no regreso al hogar, vuelva a tirar dados. Nuestro olfato perruno para los deportes a veces se despista, llegado junio, pero acaba reencontrando el rastro en las secuelas del verano. Los yonkis de los deportes, que se picaron por primera vez con Olga Viza y esos Estadio 2 de ocho horas los sábados por la tarde, hoy tratan su politoxicomanía con ligas alevines, ligas holandesas, y curling si hace falta atarse los machos.

Qué placenteras aquellas siestas a la plancha en la terraza, sobre un colchón color azul esponja, sudando y soltando baba, como un lomo echando líquido a la parrilla. Yo creo que soñaba cocerme, quedar bien hecho, vuelta y vuelta, un adolescente-bistec que parecía funcionar mejor con las células cocidas, antes del alcohol. Niño a feira, niño enharinado en arena blanca y ardiente de playa. Zanganear, amamos el verano porque en él somos más nosotros, sin ropajes, animalicos, mezclándonos con la arena y el agua, paciendo, hartándonos de gambas y vino con gaseosa, y porque zanganeamos, la excusa del calor bien vale tres siestas, ocho chapuzones, quince gambones, dieciseis copazos, y con todos ellos un fermoso sentido del humor, un vivir pachorro, una felicidad apresada y abdominal.

Un escuadrón de gambas atraviesa las cortinas y me evoca una freidora tosca, sin menciones al perejil y al ajo. Es el olor a butrón del verano. El olor es absolutamente naranja, como una camiseta florescente de ese color. El aceite culpable transmuta la cinestesia en mi evocar. Se carga todo el rosa y rojo de una gamba gastronómica. El marisco es rosa, el barniz anaranjado no es más que aceite veterano tataracalentado.
El modo lírico te permite escribir de todo.

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