jueves, 25 de julio de 2013
Mi poblado de adosados
Las cigarras, las chicharras, atronan una esquina del bosque con sus conciertos a pedaladas de ruido. Su insolente discreción, su golpe de estado al equilibrio del bosque, no sé si es un acto suicida para que algo se las lleve por delante. Son el heavy traidor de la naturaleza, el métal adolescente con su cuota de agresividad gratuita.
De repente me he socializado con mis vecinos. Cosas del verano. Con los niños futboleros, no os vayáis a creer. Y algunos adultos. Se necesita ese sentimiento de manada, de colegueo, atender esa sed social que tenemos hasta los más antisociales. Todo el mundo ama una tribu. Será que la compañía apaga el interruptor del pensamiento, bendita desconexión, menos inteligente, pero balsámica, necesaria y buscada. Se dan conversaciones banales, mucha servilleta social, emisiones para llenar el vacío enorme e incómodo. Nunca puede ganar ese vacío inconmensurable, mirarse a la cara, notar una distancia sideral, acabar dictaminando que el otro es un imbécil, que tu vecino es odioso hasta por ondas. Todos evitamos esa torpeza que supondría condenar la convivencia. Nos ha tocado por azar, venir a parar a vivir encima de unos y al lado de otros, compartir sí o sí una intimidad por sorteo. Protegemos con un 5-4-1 un decoro amarrategui libre de conflictos. Nos olisqueamos durante meses, lanzamos a la pareja más hábil en distancias cortas, nos replegamos, evitamos fusiones familiares gratuitas. Cada clan y su efervescencia a dos metros del otro en ebullición. Toda esa normativa tácita de reverencias sobre el tiempo, lamentaciones en batería sobre los chiquillos, el país así en general, el vecino chivo expiatorio. Nadie se atreve a intimar o puede que la intimidad que haya sea de papel couché. Un día coges y subes a tu casa a alguien, ha pasado los códigos, ha entrado en tu choza, ya es amigo del clan. O te llevas al hijo de los de enfrente a ver un partido del mundial de waterpolo femenino.
La cronica climática se ha detenido en verano como un adolescente. Las notas de la naturaleza en esta época no velan con tanta facilidad mi cuadernillo mental. Camino, escribo esto y sudo. También ha sido el parón de escritura más prolongado desde mi arranque bautismal de octubre del 2012. Que no es más que una vocación societaria con don Francisco Umbral, espuela personal del periplo.
Quien tuvo, retuvo. El escribir reverdece incluso entre la aridez de este periodo tonto y mal alumno que es el verano. Un tiempo proclive a la laxitud y la barriga. Los humanos hivernamos con el frío como excusa, y nos escaqueamos con el verano alegando plenitud. En la primavera ya se requiere ser alérgico, pero del otoño no se libra nadie, hay que levantar el año, el país, el universo.
Yo alego este estío cacofónico, tener que hacer un trabajo de fin de licenciatura que no quiero hacer, con toda la estúpida brega interior de la contradicción. Como buen mamífero holgazán y estúpido, regalo páginas de literatura al más allá. Sólo me queda hacer el Agosto, literariamente hablando.
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