miércoles, 15 de mayo de 2013

Poesía venérea


Toda ciudad, todo ser, todo lugar, tiene sus zonas prohibidas, enclaves propios que se alzan en el cogote de lo oficial y allí hacen vida. En las ciudades se levantan otras ciudadelas escondidas y alegales, las del sexo de pago, los cascotes del tráfico de droga, los mercados de abastos de imitaciones. Todo lo que la gente siempre ha ido consumiendo de estranquis.

Me llega por un amigo un tratado de literatura venérea. Estas ciudadelas tienen guías clandestinas en la "red", el marasmo de internet, esa criatura arborescente y colosal. Siempre hay una calleja que tiene un solar que da a una escalera y en el entresuelo está el punto de información turístico de todo ese submundo pegado al mundo oficial. En este caso, es un foro de poetas venéreos, puteros pro que glosan con mimo y delicadeza sus travesías en el hemisferio de las meretrices. No faltan los apelativos variadisímos a sus penes y genitalia en juego, el esmero en adjetivar y lirificar su experiencia álgida y mamífera, la profusión de matices y escalabilidad de sus puntuaciones para el prójimo lector, como si de cronistas épicos o amorosos se tratase, elevando su polvo putañero al mascarón de proa de sus realizaciones vitales.

La señora Carmen y la ramoneta llevan su capazo de esparto hasta la carnicería, y no se cuescan que en el segundo tercera, a treinta metros de sus canas, fornica un poeta venéreo con la cabeza encapsulada en su crónica, póngame una libra de lechal, córrete en mi cara, hay que ver cuánto tatu de esos mis nietos, me pones que tengas cincuenta me ponen los viejos, me pones los huesos viejos pal caldo hija pónmelos, la nueva del segundo es bailarina no? Puta, señora, es puta.

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