jueves, 9 de mayo de 2013

Burbujas y albal


El colegio tenía un bar, concedido a los Ripoll, una familia más del colegio, que ahí se ganaba las perras, cuyas caras, de madre-padre e hijo, se nos han quedado grabadas, como una vivencia conductista de cachorros de Pavlov, asociada a los guardianes de las golosinas, las pastas y los refrescos.

Cuando sonaba un timbre revolucionario, sabían que les llegarían los clientes en jaleo exponencial, sitiándolos, toda una marabunta infantil al abordaje. Al igual que palomas anegando unas migas de pan, empezaba el recreo y cincuenta niños se apelotonaban en una barra de dos por dos, haciendo segunda fila y tercera. Se sujetaban al metal de la barra como en un tranvía en movimiento, de puntillas, como en una cornisa al vacío agarrados por la panza y una mano, mientras con la otra en alto vociferaban la comanda entre bramidos de subasta, fajándose entre decenas de brazos en plena melé apocalíptica, por un bocata de niño al que se le consume el recreo. Podías tardar cinco o diez minutos en ser percibido, se te iba medio patio, medio partido, media vida, sin el bocadillo envuelto en albal de casa. Se acababa el mundo en ese tumulto desaforado, tenías que luchar o perecer.

El tentempié de las once, que sólo se iba a la papelera si aparecía un chopped indecente o una mortadela asaltada de aceitunas malditas, nunca fue visto como una comida. Era un componente escolar, un personaje inanimado más como las reglas, el uniforme de gimnasia, o los rotring. Total, que nos habíamos pasado doce años almorzando como relojes a las once de la mañana, y sacados del colegio medio país se escapa del trabajo para hacer el café y el panecillo, pero lo vemos inconexo con nuestro perpetuo bulto de albal de la infancia si no nos paramos a pensarlo.
No hacemos más que repetir cada día el asueto del patio, sin timbre de por medio, y obedecer a un estómago entrenado que susurra su pan.

Los Ripoll tenían una cafetera barista, la vitrina anhelada de chuches, y la zona de las pastas con los bocadillos preparados. Su espacio era pequeño, una proa arrinconada que tras la barra a la altura adulta, tenía una alargada y profunda zona de mesas amarillas, donde se hacían las fiestas de cumpleaños por las tardes al salir del colegio. Mi madre siempre fue espléndida con los cumpleaños. Aquellos tarjetones a rotu, invitando a nuestros preferidos y entregándolas devotamente. Era nuestro acto inagural en la burocracia del ocio, la pompa, los pases, las listas vip, las discriminaciones necesarias, los presupuestos. Era un acto social, un día C, oficioso, cualquiera, invernal, lunes o jueves, la efeméride propia que marcaba el calendario a la vez que pintaba nuestro territorio, con los seleccionados. El cumpleaños como homenaje pasajero y arbitrario. Para nosotros, una tarde más en la que blandamente llegaban regalos, entre un dispendio de tranchetes y ganchitos, en que se era la referencia episódica del momento, jugábamos como cualquier tarde más, llegaban al final el resto de madres... e íbamos para casa iguales que siempre. Años más tarde a todas esas orlas, esos rizos, sofisticaciones, del acontecer social, le llamaríamos burbujas, parafernalias.

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