viernes, 10 de mayo de 2013

Los maleducados de los ochenta


Ya en las postrimerías de la infancia, un día convulsioné. Sufrí mi primera crisis epiléptica, en plena clase de octavo de egb, a gritos de "se está muriendo". Me desperté en la misma clínica donde nací. Luego estuve en tratamiento preventivo ocho buenos años. Fenorbarbital y Epanutín que hicieron que no probará café ni alcohol toda una adolescencia, pero que no sabemos si obraron cambios sustanciales en mi destino, ese goteo de barbitúricos una década. Como nadie se puede despadrar ni desescolarizar a posteriori, esa influencia ya es irreversible y es mía como los ojos o estas piernas que me siguen a todas partes. Siempre puede haber una hipótesis subterránea que achaque tanta hiperreflexión a los barbitúricos, a lo que no tengo respuesta.

Sí que es más tangible adivinar las carencias de la educación estándar de los ochenta. Nuestros padres habían sido tallados emocionalmente con hielo, eran máquinas de trabajo nacidas en la posguerra, veníamos de aquellos lodos. Nosotros no vivimos la disciplina severa y violenta de ellos, pero participamos de las mismas tesis, ya reblandecidas. El principal déficit de ambas residía en la educación emocional, en la gestión de las emociones, el arte de eliminar el sabor amargo de la vida. Todo lo que digo suena muy humanista, hasta idealista, pero al fin y al cabo soñador y humano. Muchos de esos niños lastimados son hoy padres proteccionistas, han girado la tortilla, el rotor sadomasoquista que está en lo hondo de los egos, ha empezado a dar la vuelta.
Provenimos de un masoquismo de generaciones, sin señores feudales, murallas ni esclavismo fabril. Todo el azote nos lo hemos dado nosotros, justo los que hemos tenido que seccionar nuestros deseos razonables, de padres a hijos, con un látigo de frustración necesaria. En la posguerra llovían hostias a cántaros, en los ochenta no te llevaba el pedagogo de la escuela al psicólogo como ahora. Ni mozos recios, ni niños burbuja, como mucho primos de zumosol.

Por un lado éramos niños de máximos, nos enseñaban ideas absolutistas, religiosas, mientras competíamos en olimpiadas de física y campeonatos internacionales de deporte. Todo grande, voluble, e inconformista.
En el otro lado del mundo, el comunista, jugaban a lo mismo, a ser absolutos, pero con más pose y secretismo. Eran unas siglas para nosotros, la rda, la urss, la república popular china, y unos genios de la gimnasia y el atletismo, con deportistas tirantes y poco sonrientes, ahora sabemos por qué, funcionarios del doping político. La élite se picaba y boicoteaba en unas peleas de gallos barrocas y planetarias como las olimpiadas, los civiles llevábamos riñoneras y bañadores florescentes. Ell estilo educativo de la época también pudo haber sido mejor.

Llegábamos al aula y rezábamos. Nos alejábamos de buena mañana de este mundo mediante superstición y teatralidad. Algún que otro maestro detenía la clase y con ella la locomotora del adoctrinamiento, matemático o religioso, y nos trataba como a interlocutores especiales, vaciando lo más significativo de su vida en nuestras orejas. Luego cada cual sería ingeniero, comercial, encofrador, pero dejaba a un lado todo ese proceso robótico de introducirnos el software gigantesco, y nos dotaba de atajos, cambiaba nuestros núcleos que era realmente lo extraordinario. Aquel largo proceso de introducción del disco duro, que fue el colegio, apenas estuvo jaleado por el entusiasmo del descubrimiento, casi nada provenía del espíritu de una ciencia romántica. Dicen que teología y filosofía tienen una convivencia cainita. No nos contaban historietas de científicos ni literatos impresionantes, desde ojos admirados y recreación de gestas del ingenio humano. Nos traspasaron sus papeles minerales anónimos, sus esquemas, los resúmenes justos y empobrecidos de aquellas biografías. Lección siete, teorema de boole, lección ocho, segunda ley de Mendel. Que os den.

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