jueves, 2 de octubre de 2014

Los 80 domésticos


El día a día de una familia se concretaba en breves desayunos, para correr con la madre sobre calles empedradas en un Seat 127 al colegio. Comprobar antes de entrar si alguna editorial nos regalaba paquetes de cromos en la puerta como cebo, mientras una masa de niños abusaba del pobre repartidor-presa. Cuando las puertas del aula se cerraban, nunca  pensábamos lo que les había deparado la mañana a nuestros padres. Estaba más que asumido socialmente en la época, que el padre salía de casa a pelearse el jornal. Nosotros pasábamos cuatro horas de forma más o menos profesional en el colegio, y saboreábamos los caminos de la escuela a casa, el avituallamiento, la sobremesa con juegos, y el regreso más escopeteado a la tarde colegial. Nuestra madre se había pasado el día arreglando la casa, sin llamadas de móvil de su marido. Bajo sus gobiernos matriarcales estaba el cuidado de los hijos. Los maridos se peleaban con números, toda suerte de piezas metálicas, o mercaderes de humo. Las madres moldeaban niños necesitados. No es de extrañar pues la generación de padres de posguerra tallados con hielo, y el papel redentor en la esfera emocional de las madres. En un mundo marcadamente desigual entre los géneros, la tendencia para un niño fue que las madres salvaran lo que los padres traumaran. En ese artefacto chapucero, todoterreno y sideral, que son las familias, el equilibrio del sistema se conseguía con un padre fajador, una operativa restrictiva para los niños, una madre-pilar colmada de paciencia, un perfume religioso, y unos veranos libres y callejeros.
Tras el colegio le dábamos al deporte, a los dibujos, o al juego de muñecos que también hacían deporte. Nos poníamos a hacer deberes en posturas de equilibristas, y pronto llegaba la cena, cuando aparecía bregado nuestro padre. El día estaba coronado por algún programa esperado de televisión, El precio justo, el Un-dos-tres, la Copa de Europa de baloncesto. Y nos dormíamos o rezábamos o caíamos en el sofá. Nuestra vida y nuestra felicidad era aquella cadena de idas al colegio, chasquidos de juegos, dosis de deporte, entretenimiento de televisión, y estancia familiar a la vera de nuestra madre. La infancia es un viaje, con doble órbita, es un tránsito, y va acompañado del sentir de los exploradores y los descubrimientos, porque el mundo se iba moviendo y se nos iba apareciendo mes a mes, y a la vez nosotros cambiábamos, mutábamos progresivamente, en una metamorfosis suave y excitante.

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