domingo, 12 de octubre de 2014

24 horas en Verona



Los tenderetes del centro de las ciudades tales como los puestos cazaturistas de fruta cortada, en macedonia o brochetas, son muy absurdos. Apenas los vecinos de la ciudad pueden encontrarlos por sus barrios, pero se convierten en el recurso manido de los comerciantes del centro con las simples frutas a precios desorbitados.

Paseo Verona a las nueve de la mañana de un sábado de octubre, paseo el clasicismo tumefacto de las paredes de sus monumentos. Entro y salgo de sus interiores rupestres y medievales. Llegué ayer al mediodía, pero no estuve en Verona, mi cabeza era una cesta repleta de hierbas salientes y rastrojos que pinchaban. Madrugadora, desordenada, convulsionada de cotizaciones, desterrada de internet, estresada, desesperada, y rendida. Con horas de sueño y el caos bursátil resuelto, vuelvo a estar en Verona, Veneto, Italia septentrional.



Resulta que yo estaba alojado por el culo de Verona, su parte trasera. La faccia la tiene al otro lado, por el Duomo y el puente de piedra sobre el río. Allí ella es única, con esas vistas abiertas en plena ciudad a colinas con palacios y cipreses pintados por algún ser supremo. Te asomas y ves todo aquello, en un mirador accesible y peatón. El ciprés como obra de arte y especie vegetal, flecha esbelta y sobria que apunta al cielo. Quien diga que el ciprés es un árbol miente. Es más una pluma que un árbol. Sentarte en la ribera, sentir la serenidad del río fluyendo otro siglo más, acompañado por el canto oceánico de las gaviotas, que es un himno de la soledad y lo remoto. Verona, sede de la historia y la mercadotecnia de Romeo y Julieta, tendría que ser un paraje romántico de forma obligada por definición. Y lo es lánguida y medievalmente en los entornos del río y el Ponte di Pietra, como lo es en sus ventanas arabizantes y románicas a la vez, veronesas, europeas, soñadoras y flamígeras.


Las catedrales blancas y puras, menos terrenales, imperfectas y atractivas que las oscuras y barrocas en sus fachadas. La mañana avanza y con ella la masa, como sucede en todo núcleo turístico. Aquí los nobles y señores de la región, también emulaban a los faraones en el medievo dos mil años después. Plantaban en la calle sus mausoleos monumentales, esculturas barrocas y ostensibles, para, ilusos y ególatras, ser cadáveres y piedra famosa toda la vida, para un montón de desconocidos desafectos.


Las italianas por otro lado tienden a miniaturizarse, aparte de morenizarse con teñido o bronceado. Tal vez es de los pocos países en que se busca ser morena antes que bionda. Y Julieta, y el Balcón. La marabunta lo custodia, que viene a ser como el averno. El lugar está chicleteado, literalmente, centenares de gomas de mascar aplastadas contra los muros del patio donde Romeo trepaba al balcón de Julieta. Allí, over the che-gum, la tribu de los suertudos del amor graba sus nombres, y si no, atan candados a las enredaderas del patio, y si no, grafitean las paredes del largo corredor de la entrada, donde millones de nombres superpuestos ya no dejan verse entre sí, tachándose, en una pandemia del amor, y ahora se usan post-its encima, o los graban en las papeleras, o ya en las señales de tráfico cercanas, y hasta en mi mismísimo perineo si lo aparcase allí a un lado. El amor es asín de histérico y propagandístico, frente al balcón de Violeta, oh Violeta, perdón, Julieta!, se convocan los espíritus de un ejército itinerante. Los fanes y fanas del amor. Y Shakespeare por allí en medio. La condición circense del género humano y el marketing puro.




Pasaba por allí tras entrar en boxes gastronómicos. Pasta al dente y una baccalà que devolví por oler a muerto, me cambiaron, disculparon, compensaron, y recomendación que se ganaron [Ristorante Shakespeare, cómo si no]. Uno de los pecados capitales de este mundo es hacer la pasta blanda, pasada. En Italia jamás la encontrarás. En otras latitudes sí y sin condena. Es mera cuestión de texturas, pero estos aspectos sutiles de la vida despiertan o adormecen las emociones en el día a día rutinario.



El centro antiguo de Verona tiene demasiadas calles desiertas, sin presencia animal o humana, le confiere un ambiente desangelado casi báltico, falta de vida vamos. Los veroneses habitan la ciudad moderna alrededor, y pocos de ellos ocupan las construcciones palaciegas e impolutas de la ciudad vieja. Y en un visto y no visto subo a la colina de la ciudad y veo por primera vez a la urbe extendida a la vez que me despido. Veinticuatro horas en Verona que han cundido, y permiten tener el presentimiento que regresaré a pisar esta ciudad más tarde o más temprano.



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