martes, 21 de enero de 2014

Las Islas Canarias portuguesas


Los sones tropicales empiezan a infiltrarse en mi imaginación, sujeta como un camaleón a la escenografía cambiante. Paseo Lanzarote muy de mañana, rodeado de colonos del mar del Norte. Me licencio en manga corta ya a estas horas camino al mar. En el horizonte, las montañas con pliegues blandos de Canarias, semejantes a la piel, se muestran con un amago de humanidad suspendido luego, por la ausencia de rostro y contenido. Son montes selenitas y desérticos, sin más vegetación que sus arbustos grises, encanecidos y casi minerales.

Canarias se merece una guagua subterránea, supersónica o con nieve dentro. De momento se conforma periférica con su Igicv. Ocupo una silla en el interior de una cafetería multilingüe. Una turista teutona con gorro de pescador se sienta en mi mesa abutardada por el frío de la terraza exterior. Yo prosigo mi post retransmitiendo en directo, mientras ella se zampa su emparedado de semillas y hierbas.
Si viviese en Italia sería asesino en serie. Que su volumen de conversación cotidiano esté a la altura de una matanza del cerdo, abre la espita homicida que todos llevamos dentro.

Facturo la estancia en Canarias. Duermo en casa. Y amanezco con destino a Porto. De mientras cumplí un año más. A las dos horas de pasear Lanzarote, ya nos proponemos comprar un estudio allí, la desaparición del invierno, la proliferación de astutos residentes nórdicos, es telegráficamente reveladora. El tiempo luego se confunde y llega británico, chaparrones y solazos de alterne tres veces al día. Sales con chanclas y vuelves con bufanda, con dermis esquizoide.
Y ahora planeando sobre el Duero a punto de tomar ese reducto de la antigüedad despistada que es Porto, a limpiar la mirada, y excitar la memoria, en ese almíbar urbano obrador de lírica. De mientras, el timbre anunciando la maniobra de aterrizaje prohibe la literatura de los teléfonos inteligentes hasta tocar tierra.

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