viernes, 24 de enero de 2014

En el norte de Portugal


La forma alargada de anguila de la almohada provoca que toda la noche sueñe con cosas oblongas, alargadas, que no se dejan coger. Extranjero de mis sueños me desvelo con cada nueva versión. Despierto en Porto por un día sin que la niebla haya acampado como de costumbre. Voy a desayunar a un McDonald's que ocupa un local futurista años treinta, la misma época en que nacieron las octogenarias verduleras del mercado de Bolhao, los barberos inmortales del centro y tanto comerciante de antes de las guerras. De sus hijos no tenemos ficha y de su querencia por una vida en los asilos menos. El centro de Oporto es lo más parecido a una balada a la inmortalidad.

Los fados no, ayer un tocadiscos de una buhardilla arrojaba uno a las calles, y esa sintonía tumbaba la lírica lánguida de Oporto hacia el abatimiento y la tristeza. Redundaba, subrayaba, coloreaba explícito lo que la ciudad sólo apunta. El silencio es siempre mejor a una canción melancólica por las arterias decadentes y bellas de Oporto.

Fue tras una puesta de sol que no se enmarcaba en la ciudad, sino que se adentraba y la transitaba. No la mirabas, sino que paseabas una puesta de sol intrusa en las calles. El tener de espejo a un océano bestia, más el callejero ondulado de simas y barrancos, ocasiona unas luces inflamadas, gélidas, epifánicas, que sorprenden y no se dan en otros lugares. Así, la puesta de sol invadiendo los recovecos donde paseas, te envuelve en un ambiente más espeso, de repente todo es más denso, la mente se mueve más pesada, y todo cobra un peso mayor. No es melancolía, es lo opuesto a la levedad del ser, es la pesantez mental que vuelve plomizas las sensaciones y sus contenidos, a causa de un efecto lumínico y atmosférico.
Basta acabar el paseo, no mezclar otros asuntos ni creerse a los otros, para constatar el carácter siempre efímero de las puestas de sol, sean obras de arte kilométricas o torbellinos hormonales.

La cena de tres platos a cinco euros, trae consigo la ligereza del vino, es decir, recupera aquella levedad del ser, que había arrancado la puesta de sol wagneriana. Baco siempre refutará a Arquímedes, la psicodelia siempre replicará a la ciencia, como un perro que ladra la relatividad del tiempo y el espacio, pues toda fórmula matemática o filosófica debe especificar si es con vino o sin, si contempla matices lisérgicos o sólo terrenales. El vino aporta taninos e ideas felices a Oporto.
Se me va soldando el mapa mental de la ciudad, conecto calles hasta acabar el puzzle de zonas en mi cabeza. Casi diez horas pateando la ciudad que tiene puertos de montaña. Uno se siente como en el Tourmalet cuando ya va por el sexto repecho, dosificando el paso, buscando un ritmo, y balanceándose cogiendo fuerza con toda la bici-cuerpo. Hay varios grupetes en cada cuesta, los jubilados sincronizan su ritmo tenaz de tortuga, los jóvenes demarran con prisas, las parejas se apoyan asidas en su pequeño pelotón. 
Voy ya por el catorceavo puerto, haciendo la goma, rozando la pájara peatonal. Corono el hotel con este maillot de la experiencia, rebosante de topos, asteriscos y matices tripeiros. Me acuesto. Con una almohada que no consigo asir.

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