sábado, 10 de marzo de 2012

Touristas

Me traslado. Durante 30 horas habitaré Oporto. Un chapuzón y regreso. No sé lo que llegaré a infusionar, Oporto será, una taza de té.
La vida puede consistir en una sucesión de transbordos, en los que conoces a gente, tienes hijos y cambias de trabajos.
El turismo, tourismo, los pagafantas de los tours, qué bonito qué bonito, obliga a los turistas a dejarse el olfato en casa sin pienso ni agua. No vaya a ser que venga y me haga sentir portugués, australiano o uzbeko, antes que perderme ocho iglesias más, dos estatuas al soldado con bandera, y una cena con bailarines haciendo el cocohuahua de la zona. Por qué no sentirse horda e ir con la masa a pagar entradas y fajarte para seguir aguantando la videocámara. Ese gesto que no se analiza, pero somatiza el malestar del tourista, el saber que está haciendo el pelele, con todos los ahorros del año.
Eso, o someterse al todo incluido. Tal castigo al cuerpo haciéndolo flirtear con la bulimia y la obesidad, mientras por las noches se extirpa el sentimiento de ridículo bailando paquitos chocolateros y lambadas con jubilados británicos a las órdenes de un animador parapsiquiátrico llamado Néstor.

Al viajar, en la era que Callejeros viajeros llega a la emisión dos mil y se repisa lo trillado, se le van adheriendo kilos de tópicos, compañeros indeseados y actitudes de pueblo enlerdado.
Por lo que trasladarse, cambiarse las coordenadas, perderse de sí mismo en definitiva, que es lo que ha buscado siempre el viaje, se vuelve menos común, con tanta guía, tour, y señalización constante.
A veces cuando se viaja, se olvida de vivir y de la espontaniedad, con tanta planificación de por medio.

Llega, huele, piérdete, y disfruta.

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