viernes, 28 de noviembre de 2014

La propiocepción de la infancia


Nuestra niñez va tomando un cariz distante con la edad. La infancia de uno no deja de ser una plataforma continental que se aleja. La propia vida es como un cuerpo estirado para el recuerdo, y las terminaciones nerviosas a la lejana infancia van perdiendo esa sensibilidad. Pasa de ser algo propio a una época paralela cuando teníamos otra forma metamórfica. 
Puede que al producir nosotros niños y éstos poblar nuestra vida, se nos mude la piel que nos quedaba de la niñez, que al vivir en la otra orilla del mar nos desvinculemos de todo protagonismo remoto cuando éramos como ellos, y que nos vayamos olvidando de aquella condición.
La infancia, como reservorio emocional de querencias e identidades, queda recubierta por una capa más dura de lejanías y paternidad, por lo que aumenta unos grados su indiferencia.

Está en boga la industria minera de recuerdos, de mano de los autores de "Yo fui a Egb". Evito sus twits cada vez más, porque cada uno es como un jarabe, y nos están empachando. La evocación de la infancia es algo denso y dulcificado tal que un jarabe de la memoria, la toma de ese jarabe emocional cada dos horas todos los días del año está entre embafar y algo cruel. La sistematización de la nostalgia se parece a la deforestación de la espontaniedad, embarcar al pasado siempre fue algo fortuito e improvisado, una de las dimensiones mágicas de la vida. Compré el libro y no lo leí, lo acumulé. Evocar la infancia pertenece a un orbitar más exterior de nuestro día a día. La nostalgia no entiende de almanaques indexados, ni le gustan las invasiones masivas, sesudas y exhaustivas de los viejos tiempos, que de repente tienen más fuelle que el futuro. Más bien la nostalgia vibra un sábado cualquiera en un mercadillo de las afueras cuando descubre un envase de las galletas preferidas de la niñez, y lo compra, y lo guarda en un armario, y de vez en cuando ese objeto sale y regresa, y todo es más natural y menos profuso. 

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