miércoles, 11 de julio de 2012

Política monetaria en el coleccionismo



¿Unos sellos antiguos, con una tara inédita, pueden llegar a valer una millonada?
Entramos en los terrenos de la vida-ficción, porque nunca suele haber un filatélico en la sala, ni siquiera en la familia. Pero por los callejones del globo sabemos que hay coleccionistas de todo, y los sellos son un clásico. Aficiones vividas a destajo, como quién hace el Guggenheim con palillo plano, pasatiempos agarrados de por vida que significan una rutina salvadora del tedio y el vacío. Hobbies algunos, que se acaban convirtiendo en medio de vida y salario.

Todos hemos vivido como crece una afición por dentro, en especial si es una búsqueda. El roce con cualquier actividad hace el cariño, el apego. Nos importaba un pimiento ir a buscar setas, pero cuando por accidente se cae en ello, se inagura una tradición, un ritual, que se nos hace nuestro. El mundo está lleno de estas semillas-hobbies que si caen en la biografía con cierta gracia arraigan. Después, descubrimos en la gente asombrosos datos en sus vidas pasadas: el primo fue campeón regional de country, la vecina llegó a tener 157 bonsais, y el presidente del Gobierno flirteó con el ballet durante tres años.

En el caso de los coleccionistas, el fundamento de sus conductas aún es más etéreo, todavía es más bizarro demostrar que por algún motivo habían nacido para acumular ocho mil doscientos diez sobrecillos de azúcar blanco, por ejemplo. Y cualquier antropólogo sudaría, para razonar que hay cien individuos en el mundo que se dedican al arsenal del sobre de azúcar.
Pero quítales o rájales un sobre, ayyyy. El primer sobrecillo era una fantochada al aire, va, colecciono sobres o caballos? Venga, sobrecillos, me hace gracia. Pero a medida que avanzaba la colección, que crecía el esmero en adquirir cajas y clasificar, se iba somatizando la curiosa filia, como un pequeño órgano propio, una mascota mimada. Y cada vez picaba más, el proceso se empinaba más, y al entrar a un bar lo primero que se hacía era otear a lo lejos los platillos con tazas de mesas y barra. O hasta hacer esperar a la familia, porque en esa cafetería tenía pinta de haber algo bueno.
Y todo está sustentado por un leve y suficiente "me hace gracia", nada más, una vocación fortuita y laxa.

En el caso de los sellos, se trata de una filia más de ricos y profesionaria. El valor estratosférico de unos sellos raros sólo se explica por esa pasión y ese picor de cromo último y definitivo, del que lleva millares a sus espaldas. Pura fruición, conducta sabuesa desencadenada, deseo.
Al 95 % restante de la población le parecerá un proceso inflacionario brutal, un burbujote vamos, menos para el que vive y duerme en la burbuja, que es plenamente feliz al desembolsar una millonada y poseer esos cromos soñados. Como en el mercado de las obras de arte...
Existe entonces, la minería personal. La realidad más preciada, por la que uno debe bajar a la mina y dedicarle esfuerzo, dinero y arañazos, cada cual la busca en terrenos que para otros pueden tener valor cero-coma. Parejas por las que otros no darían ni un céntimo, trabajos aburridísimos para muchos, sellos, mascotas, o cuadros pretendidamente abstractos.

Pero lo único que explica una etiqueta de cien mil euros en seis sellos con tara, es el picor. El picor sin límites de un coleccionista.

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