Día 3
Viajar solo, solano, es un ejercicio por terreno árido que a veces cuenta con la presión atmosférica de siete mil millones de personas que no, viajan contigo. Una práctica equilibrista por la soledad que te reprime teletransportarte inmediatamente de vuelta a casa.
Pero su vertiente agraciada es dejarte a solas, con tus intestinos y pelajes psicológicos despeinados, a solas con el Destino. Entonces germina en unos días una especie de empalme biológico entre el destino y un servidor, una complicidad de haberse pisado mutuamente la casa del otro sin más protagonistas de por medio. Y ante el resuello del patear en subida, siempre estaba la ciudad mirándote. Ante el cansancio, el despertar, y el éxtasis viajero, cualquier imagen de la ciudad empapelaba el exterior, sin argumento de casa de por medio.
Fueron tres días entre Budapest y yo. Y nuestra mayor unión se simboliza en haber podido agrietar mi piel del pie por el lateral del talón, estallando la callosidad a prueba de ene veranos, en una pequeña hendidura de sangre. Esa sensación de haberse interiorizado un lugar y formar parte de ti. Un vecindario más, una segunda casa, incipiente, pero sentida.
Esperarla durmiendo en las primeras rampas de sus colinas, y empezar el día bajando al Danubio única calle, frontera, onmipresente, y así en pateo continuo bajo un sol extremo, balancear las horas entre colinas y calles, puente vabor-puente estribor entre sus 4 magnas pasarelas de agua. Quemarte las plantas de los pies, en unas chancletas de héroe confundido. Comer algun plato exótico, hacerse con botellines para continuar la maratón andante. Mientras Budapest daba cariño siendo pisada. Hacer un reportaje fotográfico de la ciudad, pues la soledad a la vez lo permite y lo obliga. Descansar en el tallo del día, o trabajar como cada día desde el ordenador. Y acabar el día cuando el Danubio desaparece y las perlas de la ciudad se quedan solas iluminadas, momento diario en que Budapest se viste de gala y parece haber crecido por siglos para la noche.
Día 1, mitad
10
h am, Citadel de Budapest, la capital húngara parece dormir a mis
pies, recubierta por un velo que la adormece así en general, sumida
en una pausa cotidiana. La ciudad lenta, la ciudad pausada, esa
sensación de botón de pausa todavía atascado que ofrece Europa del
Este. Acompañada por el color verde centroeuropa, esos árboles
frondosos a la vez que sosos que pueblan los alrededores. Ciudad
irregular, donde las arterias principales de gente mueren demasiado
pronto, y las calles céntricas se vuelven desérticas a bote pronto.
Urbe pisada aún por el comunismo, esos edificios mamotréticos, tan
corpulentos como burocráticos y desafortunados. Exotismo rahido de
europa del este.
Pero
ciudad con hechuras de capital, en un escenario propio de centro de
un imperio o vasta extensión, lugar de postal. El Danubio, más
mítico que tú y que yo, como centro de la visión, ríada inmensa
que pierde a foco corto y gana en plano secundario, avenida que
separa la antigua montaña monumental de Buda, con sus castillos e
iglesias abundantes a la izquierda, de la actual planicie cotidiana
de Pest, con el Parlamento como joya de la corona.
Día 2
Centro
de Budapest, allá por las entrañas, cocidas, cueva de calor. Sauna
improvisada, envés nórdico, musculatura corpórea claudicada por la
cocción. Inercia de corzo cojo, deambule anímico... y goulash al
canto.
Paprika
local, remedio? Tanque de cerveza indígena, solución? 13 h
meridianas, el avión esperando a las 3 am.
El
cariño a una ciudad es directamente proporcional a las ampollas que
salgan en tus pies. A mayor número de pasos más se afilia a tu
estirpe. Ciudad apta para una fuga de tres días, y un par o tres de
regresos. Ciudad inconstante pero convincente sin más.
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