sábado, 9 de agosto de 2014

Los hombres paja


La adolescencia fue el segundo piso de mi vida, tras habitar los bajos de la infancia. El verano de 1987 fue el último puramente infantil, pues a lo largo de sexto de EGB empezaron a salir las primeras noticias sobre nuestra metamorfosis. Nadie creo que nos avisó antes, acerca de la pubertad pura y dura, la cual tampoco vivimos con especial tragedia. En sexto de EGB el par de listillos procaces de la clase - un repetidor y un pajillero vocacional y precoz con la cara llena de granos - se mantuvieron meses dando voces sobre las pajas, pajotes, manolas, zambombas, como si no hubiera mañana. Colaban la palabra pajas en cualquier intervención, pronunciada con devoción, y acompañaban sus letanías con dibujetes de pollas por libros y apuntes. Eran los hombres paja, dos sujetos que la naturaleza escogía por clase para transmitir el mensaje de la genitalidad. ¿Tú para qué has sido escogido en esta vida? Yo fui profeta de la paja, estuve pajeado de pies a cabeza un año hasta extender su mensaje. Tal cual.
Con tanto pajerío en las orejas, nos olíamos el resto de piadosos alumnos de la clase, que algo estaba pasando. También nos preguntábamos qué diantres era exactamente una paja. Así es como aterrizó la adolescencia como concepto a la vida de niños de once años, con los poseídos de la paja. Poco a poco el sexo nos poseería hasta tomar todo nuestro cuerpo y nuestra mente. Entonces, los pelillos en el pubis fueron el primer bastión animal que tomó la metamorfosis. Pero unos teníamos y los otros no. Y francamente era preferible no tener esa pelambrera negra y simiesca, cavernícola comparada con el aparatín de bebé imberbe que era el pito de toda la vida. Así que para evitar burlas, de los hombres pajote y demás ultras de lo imbécil, decidí tomar la ardua faena de ocultar mis pelacos precoces un añito o dos. Requería mucho disimulo cada miércoles en los vestuarios de natación, taparse de forma tranquila e inocente; requería saltarse las duchas después del entreno de baloncesto, donde les daba por mirarse las pijas o hacer meo de longitud. Pero conseguí evitar al fin algún mote tipo El Cavernas, Troglodita o Capitán Cavernícola. Porque en nuestro imaginario una pinga con melena sólo era asociable a los de la prehistoria, la corrección de la época y nuestra separación impuesta de los primos cavernícolas de los setenta, hacía de esos pubis un pecado estético.

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