lunes, 11 de agosto de 2014

Desgraciado y amado


Mi explosión filosófica a partir de los diecisiete años bien pudo deberse al Epanutín, o al fenorbarbital, quién sabe. Es lo de menos. Empezó una tendencia a la hiperreflexión, una dinámica que de los cinco circuitos de nuestro cerebro activaba y se decantaba por uno mayoritariamente. Y esto ya es historia consumada, hace más de media vida de ello.

Recuerdo exactamente el día de la primera erupción. [...]
Con mi mente me convertí a primeras, en un minero, un escalador, pasaba mi vida entre oscuras grutas conceptuales y cumbres escarpadas de silogismos. La tormentosa búsqueda del Ser, la paulatina corroboración de que el Ser no existe, con sus respectivas estaciones de la ruta: tomistas, existencialistas, nitzscheanas. Nada más que clicar "sí" durante tres años sin darme cuenta, al formateo cultural en mi cabeza.
Tocaba fajarse, tocaba equivocarse, época de mi rito iniciático, pero no podía durar mucho, como cierta gente que se queda en el hoyo de la filosofía toda la vida. Una disciplina que sólo sirve para hacerse preguntas sí, magnas, cósmicas, metafísicas, y no responde francamente ninguna. La religión sí da respuesta a todas las preguntas e incertidumbres del ser humano, sólo tienes a cambio que convertirte en su esclavo. Así, la filosofía, como motín liberador del esclavismo cristiano, de la seriación de la personalidad, bien vale su existencia. Quedarse allí colgado toda la vida, diseccionando platones y poppers, peinando humes en una cátedra, es como acabar de ganadero de reses enfermas.

Y ser pastor de lo etéreo del cosmos, trabajar la Nada cada día, afecta seriamente la autoestima, como toda profesión mediocre. Por suerte, cada día esprinté en mi proyecto universitario. Salía a la cancha cada mañana con el mismo espíritu de máximos en que se había convertido mi etapa escolar. Esta vez formateado y llevando yo el timón. Hacia las cumbres de la filosofía, hasta estampar mis huesos en un naufragio sin precedentes. Iba a ser dueño de mi fracaso biográfico.
Eso sí, como decía, mi autoestima no iba a ser dañada. Se mantendría en sus niveles altos y correctos pese a estar moribundo varias veces en la aventura. Duraría un día en la facultad pública de filosofía, simultanearía a partir de segundo de filosofía, la carrera de psicología; pese a estar matriculado en doce asignaturas por semestre, apenas acudía a dos y construía mi currículo en las bibliotecas con monografías seleccionadas; al estar en tercero de ambas, probaría con Farmacia, acorde con mi investigación de artículos científicos sobre la aplicación de los psiquedélicos en nuestra cultura. Y finalmente haría las maletas para acabar la carrera de Filosofía en Deusto, siguiendo al catedrático de Metafísica de la misma, el cual fui a conocer en una primavera gélida tras leer todos sus libros. Y deshice las maletas unos meses más tarde al comprobar que el mejor filósofo europeo me propuso mandanga así, sin empujar con pan: "Jordi, podemos tener una relación discípulo-alumno al uso, o bien una relación homoerótica...", después de eso, hice una mochila y fui bajando de las cumbres de la filosofía paso a paso, hasta la planicie donde todos vivimos y morimos.

Era el año 98, poco antes que Francia y Zidane arrasaran a Brasil en el estadio de Saint Denis. Después mi cuerpo se dedicó a enfermar gravemente, aquellos fueron mis funestos años de doctorado. Los alterné con esa culebrilla mortal de todos que son los primeros trabajos. El extravío clareó cuando se formó una panda excesiva, etílica, genial y espejista, de amigos. Su nombre, Galaxia Maquilec. Vivió cuatro años. Su tumba reza, 2003-2007. 
Y hasta ese último año no empecé un blog, descubrí a Umbral, y tomé la voz literaria para vertir mi pensamiento y sus gestos. Ahora con ya casi 38 años, este cerebro criado en los mejores establos, sigue en venta.

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