miércoles, 6 de agosto de 2014

La economía de guerrilla


La publicidad tuvo su cambio climático, su fenómeno tal que una glaciación. Y ese incremento de las precipitaciones repercutió de forma progresiva en la economía de las familias. El bombardeo publicitario contagió a las nuevas generaciones estimulando las antenas consumistas del ser humano, pues las tiene de serie, y basta una repetición masiva de imágenes asociadas a un precio asequible, para que la zanahoria ante el burro funcione.

Mis padres pueden vivir durante cuarenta años con los mismos muebles prestados. No han pisado Ikea. Se han quedado en una oquedad del tiempo y desarrollan su vida sin problemas. No saben de marcas. Los muebles no han cedido, siguen antiguos y válidos, más funcionarios que feos. Ya no siguen a juego con las greñas descuidadas de sus habitantes, o con bañadores ajustados y arteros, pero a ellos muebles les va mejor ese estatismo. Mis padres tienen tres grandes casas. El meridiano de su ejercicio de supervivencia familiar pasa por ahí. Tipos austeros, hipertrabajadores, bruscos, caseros, generosos, coléricos, donantes. Ninguno de nosotros jóvenes ha hecho un viaje a los años cuarenta. Ni ganas. De esos fangos vinieron estos lodos. 

La ingeniería de la obsolescencia vino después. Nuestra anterior generación y su hormiguismo ahorrativo representa otro país. Tal que la economía de Noruega multiplica por tres otra sureña, la economía de nuestros padres es otra, extranjera de tiempo, respecto a la nuestra. En un país fluyen varios países aunque cueste verlo, varias culturas y economías opuestas, hasta en un mismo tronco familiar. La apisonadora de los céntimos, la abstención consumista, la estética como valor accesorio, la poca simpatía con la publicidad enrollada, hacen que día a día el gasto se contenga, y a final de año su economía arañe un quinto o un cuarto a la nuestra. En una década, todo ese ascetismo económico se traduce en una segunda residencia, su economía milagrosa se saca un apartamento de la manga del mar menor.

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