domingo, 2 de marzo de 2014

La horma de tu barriada


Llegar a una ciudad es un trasplante. La capital es para el emigrante un gran campo dormido donde plantar unas raíces. Ir a parar a un barrio u otro, conllevará su efecto configurador de personalidades. Para un niño representará gran parte de su destino. Será el pequeño país de nueve calles, que desde el momento de pisar por primera vez sus adoquines, tendrá ya una treintena de compañeros de colegio y vida asignados, de padres con similares ingresos, profesiones no muy dispares, hobbies de los domingos paralelos. Las familias probablemente compren esos mismos domingos la comida preparada en idéntico lugar del barrio, los padres vean el fútbol en el bar parroquiano de turno, y el profesor revolucionario del colegio siga siendo personaje del año un curso más. Podían haber escogido entre cuatro barrios más equivalentes, uno con un toque sureño, otro que fomenta más a la larga ser competitivo, o un tercero que con el tiempo verá sobrepasado el flanco de la droga en el barrio por una mudanza de traficantes estrella. Incluso podían dar con sus huesos en un barrio de clase alta, de clase mayor, y ser cola de león toda la vida, conserjes con derecho a piso en el entresuelo, con niños que miran por encima del hombro a los tuyos, y padres que regañan a los suyos casaderos por encandilarse con la bonita hija de la portera.

Pero cierto es que cada barrio conlleva unas amistades para un hijo; unas pandas que pululen por el barrio o no; unos adolescentes pioneros de los tiempos que revolucionen, degeneren o prosigan las costumbres de la zona; unas asociaciones y un equipamiento del ayuntamiento que ensanchen la actividad rutinaria de los chavales; un clima, en definitiva, que percuta en la psicología basal de sus pequeños vecinos. En los ochenta, pese a haber metros que soldaban la ciudad en diez minutos, no estaba tan revuelta y mezclada como en la actualidad, y presentaba un mapa más compartimentado. 

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