lunes, 27 de marzo de 2017

Las canciones del más allá




La felicidad al final reside en las canciones que aparecen o no en nuestra cabeza al empezar el día por la mañana.

La vida es un musical sutil lo queramos o no. Y está bien que haya un indicador que no nos mienta.

No sé si existe un Dios, pero sí que hay algo superior a nosotros, más lúcido y cien veces más rápido, que en un instante automático emite un resumen certero de nuestra vida y además con arte.

Otras veces la música adveniza de nuestro jukebox lúcido es aún más francotiradora (en femenino, se hace extraño!). Porque no sólo es el tono de la música, la letra exacta es la que dicta y descifra nuestro estado interior.

Qué curioso que eso suceda en forma de música. Es como si hubiera una estrecha rendija de la lucidez y sólo la música, líquida ella, disuelto su mensaje en ritmo, pudiera colarse en la rendija del oráculo.

Los tentempiés espirituales que la música nos regala con estos cocktails emocionales y cápsulas cifradas a lo largo de nuestra vida son incontables. Nuestra vida en ochenta años se podría resumir y transportarnos perfectamente en un medley clavado de las canciones que nos han elevado y mecido.

A veces hemos vivido literalmente en una canción. Hemos tenido la sensación de morar en ella y sentido plenamente identificados durante tres minutos que no parábamos de reproducir.

Los salmos y mantras directamente son boletos de viaje hacia lo divino, puras herramientas talladas en la ferretería de lo espiritual.
Es difícil vivir sin las transfusiones habituales de la música, bregar descargados de música provoca cólicos al alma. Pero esto de la música es una droga muy juan palomo. El sistema alimenticio y excretor de la música funciona de manera muy privada.

La musicoterapia empieza a expandirse. Y sí, que menos que en el siglo XXI haya doctores musicales. Radiografías de esas mañanas sin música o con mensajes cifrados de dolor.

Gente, aparte de los agricultores, granjeros y cazadores de música, llámese músicos, que redistribuyan la exhuberancia de la música en el tercer mundo de los sin música. Que lo hay, distribuido aleatoriamente en los domicilios de cualquier ciudad.

Y al igual que Nietzsche sólo creía en un Dios que supiera bailar, parece que lo superior a nosotros no se manifiesta con el lenguaje lógico, las palabras y todo lo sólido de nuestro mundo civilizado. Parece que el misterio y las revoluciones en esta vida siempre brotan en el seno de la paradoja y de la música, donde no se las espera.

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