lunes, 19 de octubre de 2015

Thessaloniki 1/5


Llego al atardecer en un autobús eterno y maratoniano desde al aeropuerto a la avenida Egnatia. Se me está colando el aspecto decadente y vencido de la ciudad, por los poros de mi ánimo apagado y melancólico de un viernes tarde de bajuna, como gajes de mi travesía separatista de este otoño. Es por eso que el halo costarricense de urbanismo precario, también se me aparece como una alucinación desarrollista de la memoria.

Descargo maletamen en el cuco apartamento que he reservado, en mi debut con Airbnb. Procedo al primer contacto libre por las calles. Salgo en modo cazador de imágenes con la cámara, como en los viejos tiempos, y en hora azul. Las pausas de turista me molestan: desenfundar objetivos, recolocar la bolsa, atar los cordones de unas bambas insolentes.
La lírica se desatasca, después de semanas, no hay como agitarse en un traslado en avión, trasplantarse de peatón en un lugar remoto, y la lírica empieza a brotar como una planta estacional de latitudes. Y solo a 2500 kilómetros, a uno poco le queda más que escribir.

El lenguaje escrito se aparece ininteligible. No se entiende ni una letra, pese a que letras y palabras sean tan familia como nuestros antepasados, pero al abuelo cirílico no lo entendemos. En la capital remota de Macedonia ya estuve en el pasado, en el julio sabático y desertor de las ciudades fui a un pueblecito costero en la península de Halkidiki, y es mi quinta venida a Grecia. Es el trillado mediterráneo aquí exótico, o bien una prima oriental que siempre da bien de comer.

Salónica o Tesalónica, metro o hectómetro, San Sebastián o Donosti, en qué quedamos. El nombre originario y bíblico es Tesalónica, es el imperio otomano quien le duplica el nombre, y ya en su retorno heleno durante el siglo pasado recupera las dos primeras grafías. Su centro urbano es una batería de calles paralelas a la costa, surcadas por pasajes verticales menos populosos. En el vientre, intestinado sin puertas ni señalizaciones, mora el mercado, estómago pintoresco de la ciudad. La platería de los pescados, el virtuosismo multicolor de las hortalizas, la carnicería de animales degollados en exposición, el gitanismo universal de los textiles, son una bicoca para el fotógrafo amateur que se cree un Cousteau de los mercados de abastos.

Anochece y regreso a mi nido. Juego al candy crush de las conquistas online. Cuando me entra hambre ceno unas verduras con feta siguiendo mi régimen para revalorizarme por diez en los mercados. Antes de dormir hablo con mi familia, aquella con la que he compartido los siete ultimos años de mi vida, y que sigue estando aquí pese a la distancia y las separaciones. La luz del día se extingue, y yo caigo a las 10 de la noche como un monje en mi celda trasplantada.

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