jueves, 25 de septiembre de 2014

Apartamento de época


Por grandes y pequeñas razones el piso de la tía Marina fue un piso protagonista. Nosotros vivíamos en el 751 de la Gran Vía, ella en el 755, a una calle y media, que es lo que tienen las grandes avenidas. Mi abuela tenía un piso seiscientos metros más allá, pero la vida de ambas y las visitas familiares se iban a llevar a cabo en el 755 de forma casi exclusiva. Fue una visita clásica la que hacía con mis padres el domingo por la noche después de misa. Porque yo llegué a ir a misa de forma piadosa, aunque ya parezca de otra vida lejana.
Aquel piso era peculiar, el más remoto en el tiempo que entonces pisaba. Ellas habían nacido en 1915 y 1920, y ese piso no respondía a los cánones del tiempo. Era alargado y oblongo, con más penumbra de lo normal. La distribución de las habitaciones era extraña y tenía algo novelesco. El salón estaba ocupado por una gran mesa de madera oscura, recubierta de tapetes de ganchillo, y era el epicentro de la casa. No tenía sofás, apenas un sofá bajo en un extremo, habitado de forma perpetua por el tío Rafael, que mucho mayor que mi tía se fue paralizando, petrificando, vegetalizando, hasta que un día ya no estuvo más en aquel sofá bajo. 
El resto habitábamos las sillas, recias y mullidas. Mi abuela escribía allí las cartas a sus hermanas de Irún, disgregada la familia desde la guerra, y miraba a la ventana del frente del salón que daba a un patio interior, y veía allí a sus hermanas, a Irún, y la distancia.  La ventana pertenecía a una zona del salón separada, una mini-galería, con una cómoda, un revistero y algo de decoración. El resto del salón lo poblaban muebles heptagenarios, vitrinas de pitiminí, y un reloj como de banco que presidía la mirada y parecía engordar.
Junto al salón estaba la habitación de las ropas. Una especie de desván textil donde iban a parar retales, algo familiar a la ocupación costurera de mi abuela. Al pasar la gran vitrina de las vitrinas hacia el resto de la casa, a mano izquierda había como una habitación de cuento donde no dormía nadie, sólo los personajes de ficción que rondaban nuestras cabezas. Tenía una cama principesca donde alguna Navidad caía una siesta de niño. Enfrente, estaba la habitación de casada, soltera y novia, de la tía Marina. Una habitación cuidada y fémina, propia de la entrañable y presumida tía Marina. Al fondo estaba la cocina mínima y artera, años cincuenta, de alguien coqueto y sin hijos algo profana del cocinar. Junto a él un baño de posguerra, básico y alicatado en un verde color uniforme de guerra. En la salida de la casa tenía su lugar la mesita del teléfono con su flexo, y hacia la puerta un oscuro vestíbulo donde la tía nos remachaba a besos, mofletudos, percutidos, a razón de veinte cada diez segundos, en varias batidas. Nosotros vagamente entendíamos que aquello debía ser un arrebato de amor descontrolado, pero era un ritual bien sabido y propio.

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