martes, 24 de noviembre de 2009

Las luces en la neblina de lo terco

Imaginemos un cuadro en que, además de las personas, todos los objetos tienen ojos mirándose entre sí, las ramas, los brazos, las piedras y el propio viento. Podría ser una alegoría de la conciencia.
¿En qué momento la conducta humana va sola, sin posibilidad de retorno, y es un torrente ciego de fuerza e instinto? Me refiero al cruce de caminos entre la inercia del automatismo y el tutelaje retrovisor de la conciencia.
Todos tenemos un sistema motor de la conducta de base automatista, mecánica, programada. Y aparte, un volante para otorgar rumbo a nuestras rutas. Y más aún, una especie de gps en el que revisar y recalcular destinos.
Al homicida común, maltrador por ejemplo, en algún momento se le salta la conexión consigo mismo y es desenfreno conductual hacia una descarga de agresividad masiva. Pero en numerosos casos cotidianos, incluso en tipologías de carácter, hay un bloqueo entre los circuitos de la voluntad y los del análisis. Un obrar testarudo, de yunta, teutón, rápido pero de persianas bajadas, emulando a un automata dinámico que sólo evalua su trayectoria cuando topa contra un objeto y se produce colisión. Como un saltador frenético de dos mil metros vallas.
En el otro polo está el especulador de la conducta, aquel que no deja de mirarse en una sala de espejos, y se conoce demasiado, casi el objeto de su vida es conocerse, y entre sus yos las confianzas ya dan asco. La hipereflexión es una balanza desequilibrada que en el otro platillo se estanca la abulia,
La ecuación es clara: acción y voluntad son una vela tensada, pensar implica una calma de ese viento, y el quid es no acabar especulando con el timón.
¿Y tú de quién eres? Yo de los hipereflexivos claro, aunque creo que no por elección. Por eso me miro el otro polo y me sorprendo. Ese obrar siempre tenso, erguido, en cadena de acciones, con los ojos de la conciencia cerrados. Me imagino una barra fangosa que simboliza esa conducta, como salida de un alfarero, y veo el momento en que a ese acto se le cierran los ojos y desaparecen, y la barra sigue actuando sin esos rasgos más humanos. Sospecho que hay vidas enteras que siguen su programado, y que los músculos se mueven cada hora hacia cientos de acciones motivados por ese motor ciego, anónimo y posiblemente inexistente. A ese hueco generador de todo se le puede luego poner la marca de dios o el espíritu santo, o ponerle conservas Pérez.
Sí creo por eso, que esos ojos siempre al borde de la blanca ceguera sanguínea, entornan en décimas de segundo de vez en cuando, una borrosa noción del sentido, unas intuiciones súbitas y pasajeras de la verdad de sus vidas [la verdad suele resolverse en décimas de segundo y complicarse en años]. Y esas representaciones mentales vagas y geniales sedimentan como piedras preciosas en sus frontales panorámicos repletos de polvo, casi escondidas, pero notables. Las luces en la neblina de los tercos.

1 comentario:

Mònica dijo...

La conciencia nos acompaña toda la vida, las bases que la rigen pueden cambiar con los años o con acontecimientos vividos pero nos acompaña, y eso es bueno, es sano...
Lo malo es cuando esa conciencia nos limita, generalmente la conciencia que nos puede limitar esta regida por principios impuestos en escuelas, familias y tradiciones.
Esa conciencia hay que dejarla a un lado para poder decidir libremente y vivir feliz y en paz.
Los tercos, aunque creo que viven una vida egoista para con los demas creo que son felices, se quieren y eso les basta, triste pero les basta, su obligo siemore esta dispuesto a ser mirado y nunca se les discute.
Hoy he leido una frase, que aunuqe no viene a cuento me ha encantado y aquí la dejo, "en el camino de la vida podemos dejar de mirar el camino recorrido pero las huellas que nos marcan siempre estan ahí"
TTM