lunes, 24 de agosto de 2009

He estado restreñido de confesiones al oído del blog por semanas, pero a estas alturas de la noche, estirado en el tatami de un ryokan en Kyoto, surge la necesidad de sedimentar vivencias, me precipito en el papel.
Cruzar el mundo, hacer 10 mil kilómetros en horas, y llegar a otra civilización de madrugada, merece chequear la maquinaria del devenir y poner la cámara lenta a una experiencia viajera singular. Estamos a una distancia suficiente por fin, para que incluso el reino vegetal haya mutado en el paisaje; nos hemos alejado tantos kilómetros y montañas de casa, que las caras, las palabras y los platos son capaces de crearnos desconcierto, de orquestar un caos cognitivo más afín al de otrora Marco Polo que al moderno de National Geographic. Son tan occidentales como nosotros y tan orientales como nuestro anti-yo.
Ayer sólo sacamos la cabeza por el atardecer de Gion, en medio de la resaca de 24 horas en ruta - básicamente destinadas a cruzar Siberia a lomos de un Airbus. Toda una transición esquilmada por el motor de un reactor, una transición de pueblos y culturas, que nos llevan a estas grandes islas a orillas del Pacífico norte en las que estamos caídos.
Con voluntad de esponjas, intentaremos desandar esos diez mil kilómetros que nos han separado miles de años. PorqueJapón, es lo que tiene, que estámuylejos Japón.
Ayer uno charlotea como buen turista bobo, sobre las primeras impresiones. Una es el silencio sepulcral en los lugares sociales -excepto la esperpéntica sala de pachingo-, sólo apuntillado por sonidos cortos y rápidos de fondo: el de alguna puerta electrónica, un aviso accesorio, un anuncio... es como si Japón fuera un gran teléfono móvil que no habla, pero sí tiene infinidad de sonidos para las teclas, pantallas y los sms. Un mudito ruidoso.
Otra impresión tiene que ver con la servicialidad. Se piensa a menudo en las conclusiones de algunos libros acerca de la sumisión social de los japoneses, su disciplina social y colectivismo roza la pérdida de un yo individual, algo que choca tanto como provoca. Este será uno de los pequeños observatorios psicológicos de los diez días fugaces aquí: la sumisión social. Me confesaré sobre ello si sigue el insomnio, ya sabéis que para mí la literatura es aquel estado que aparece cuando la vida le hurta horas al sueño.
Hemos sufrido ya un gran desconcierto comunicativo. Ayer me vi hablando inglés de Huelva mientras hacía mimo -como Fiti en los Serrano- más pronto de lo que me esperaba. Es como un juego de mesa espontáneo, un scatergories en el que te dan una sola palabra en inglés, e intentas que la otra persona adivine la frase con gestos. Si aciertas, se da la comunicación, si pierdes, os sonreís y como si no hubiera pasado nada, tan amigos.
Si invertimos el juego, es lo mismo. Ayer yo entendí que en el piso de abajo había un baño japonés para tomar en la noche, y mi amigo Javi se fue pensando que por la noche vendría un bus que se llamaba Shabba.
Es curioso como si vas a Europa del Este, aunque eslavos y latinos ignoren el código comunicativo del otro, no les sale ponerse a gesticular como cuando Colón con los indígenas. Pero a mayor distancia por poco sacamos los tams tams y hacemos una danza típica.
Y estas son las primeras aventuras en las grandes islas del sol naciente, mañana, tras ocupar el insomnio, me esperan templos, templetes, amagos de geisha, comidas no-pensadas, barrios con mucha luz y poca acera, centros comerciales tecnológicos y frikis, jardines zen, sociedad zen, y helado de té verde.
A sus pies

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