Otro tema es saber si todavía sobreviven los escritores puros. Haberlos háylos. Aquellos que un día cogen la burra y el zurrón, y se van a Madrid a vivir de los soportales literarios. Los que no alternan lírica con otra confortable profesión, en universidades, lo más común, u otros ámbitos disuasorios.
En un panorama laboral cada vez más robotizado y taifa, sorprendemos aún a ese artesano que produce con cuartilla y bolígrafo, a aquel vendedor de palabras junto a las calientes castañas. Cuyo currículum es una errática trayectoria callejera que nunca levanta los pisos de cualquier carrera, una universidad primitiva, amenazada por la insultante falta de oficialidad.
Ese vocalista cuyo instrumento es él mismo, su propio filtro, por donde hace pasar las cosas que todos vemos, trocadas y talladas en revelación. Un higienista comunitario de la realidad en el fondo. Su carrera debe ser volverse crisol suficiente, ser persona-tamiz, instrumento procesador por el cual la realidad entre cruda y salga convertida en revelación.
No sé si eso de echarse a la calle con veintitantos para ser escritor supera el flirteo alcohólico y los grupúsculos literarios que van a cambiar el mundo o sus bombillas. Uno no puede ir de encarnación de crisol, éso sobreviene.
Pero el empuje por ganarse las perras puede ser realmente el matiz sinequanon que realiza la vocación de escritor. Todo lo demás son buenas intenciones, nada que ver con el marketing. Y sin una brizna de marketing no te conoce ni el Tato a menos que seas hijo de escritor y heredes una plaza de parking cercana a una editorial.
Eso sí, conseguida la nómina, retrata ese contrato con toda la bohemia que puedas, que su capa más externa hieda a humo de tabaco, tertulia literaria y malditismo.
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