Como la vida salpimentona no depende ni del escritor más talentoso.
Escribir al fin y al cabo, tiene como tarea primordial ser selector. Un escritor es una máquina neurobiológica que perpetuamente extrae con unas pinzas un vocablo, de una compartimentación léxica abultada. Tiene unos operarios que testean la cadena de palabras, y abortan o sustituyen piezas. Son operarios del departamento de calidad que modulan la cacofonía, la musicalidad, la precisión quirúrgica, los dobles sentidos, la vaguedad significativa, el empaque, los precedentes literarios, la sensoraliedad lectora del momento... Pero la máquina ideal tiene mucho ganado si es una brutal pescadora del mar de palabras. Si tiene una flota innumerable y si pesca a la vez en un océano, con entreno y lectura, debería llegar a puerto literario. Hablamos del substrato biológico, de la maquinaria del escritor, sus atarazanas.
Después, queda el infinito de los acabados. Que es como el color de una vida en blanco y negro. Hay bocetos perfectos que después no andan. La filosofía es un gran boceto que dice más que el arte, pero al alimentarse de la contemplación, después no anda, no funciona, no se injerta en la vida y sólo se transmite en sus arcones frigoríficos conceptuales. Los filósofos son selectores quirúrgicos, pero no salen de la cámara blanca del laboratorio, no se mezclan.
Pero también puede darse el literato genial y autista. Aquella criatura hipotética que pare una transcripción calcada de los objetos, máquina virtuosa del lenguaje, pero no supera el alcance de los retazos de la realidad. Es un escáner clavado de la realidad al lenguaje, con las palabras adecuadas y leales, pero le falta toda la temperatura de la carne humana, lo relevante para un mortal, el azaroso recorte de la realidad que lleva consigo la estela de una vida. Le falta encarnar la caprichosidad concreta de la existencia.
Mentamos este polo, para traer la vulcanología de un creador. Un escritor civilizado, con inmejorable potencial, puede haber sido castigado con una vida civilizada sin fracturas. Tal vez no lleve en sí la semilla volcánica que facilita esas fracturas. Ser escritor también es una cuestión temperamental, que te putea la vida, o te la amenaza, pudiéndola palpar como en una lucha libre, y aumentar su conocimiento íntimo. La vida es poliédrica, angulosa y rebosante de matices. Ser derribado, zaherido o convulsionado, es la manera de salpimentonar una obra. De otorgar la paleta de los acabados, de ser fachada faz o envés de la Sagrada Familia, monumento de la bifrontalidad de los acabados.
Y eso es una cuestión meteorobiográfica, depende que llueva eso en tu recuadro de la existencia, que explote tu vida con los accidentes y con las semillas que llevas. La maquinaria va aparte, se tiene de escritor o de arquitecto, no se compra, depende del software biográfico. Y se puede ser un escritor biológico inconmensurable, pero tan civilizado que parezca un arquitecto, o acabe mutando y cobrando de ello.
miércoles, 17 de octubre de 2012
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