martes, 31 de diciembre de 2013

El Psicoanálisis Económico


Hará apenas tres lustros. A mí me daban en secretaría de una facultad o de otra, un volante impreso para pagar las cincuenta mil u ochecientas mil pesetas de la primera parte de las matrículas, y se lo pasaba a mi madre. Yo ahí me desentendía. 
Pongamos el canje de cinco tercios entre aquellas pesetas universitarias y unos euros educativos de ahora. Las matrículas de estudiar simultáneamente Filosofía y Psicología ascenderían a más de 4.000 € anuales.

Al desentenderme, no imaginaba el recorrido de aquel volante por los pleitos paternos. La hoja leida por mi madre, supongo que era presentada una noche propicia en que mi padre había tenido un buen día. La reciente matrícula de honor en Cou había dispensado el pago del primer año de una de las carreras, pero no dejaba de ser un pastizal para mi padre cada nuevo recibo que llegaba, más en su concepción económica austera de todo. 
En ningún momento al decidir compaginar dos carreras, empezar una tercera, o trasladarme fallidamente a estudiar a Deusto, me planteé la cuestión económica. Ni he repasado cuánto significaba mi mensualidad escolar. - Y al calcular la cifra actualizada parece increíble -. - A la que había de sumarse el pago del basket federado -. Ni pensaba cuánto sumaban los cursos de verano en Inglaterra, o los viajes de voluntariado a Francia, etc, etc.
En mi casa, jamás se me pidió ni se mentó cuentas de nada. 

Este es un psicoanálisis económico, el verdadero psicoanálisis, no el de un tarado austríaco que explica todo por la sexualidad pronto y mal, cuando no existe. La sexualidad lo explica todo a partir de la pubertad. Freud tiene el demérito en la raza humana de aplicar la sexualidad donde no la hay, a los niños y a sus padres respecto los niños. Es el peor intelectual, por imbécil, de la historia occidental del pensamiento. Sí, sostengo que Freud fue un imbécil, aupado, corto, un fenómeno sociológico basado en el sensacionalismo como un programa del corazón en su prime time histórico.

Decía, que el psicoanálisis pesetero es el único que demuestra lo hijo de putas que somos. Lo mucho que hemos mamado y nuestra nula independencia cantada a los cuatro vientos. Todo niño se olvida de las facturas que ha dejado por el camino. El reguero económico es descomunal, cheques y cheques, ceros tras ceros. 
Algún día, mis hermanos y yo secuestramos a nuestros padres desde las cunas con el arma de un sonajero. Siguen secuestrados llevando una jubilación modesta mientras impera el dejarnos propiedades ganadas con sudor hormiga. 
Es un auténtico crimen ese trasvase de vida vitalicio, a cambio de "ir abrigados, ser prudentes e ir con los ojos abiertos".
Su vida es un desagüe tumorizado hacia nuestro futuro. Dadores, donantes, mártires de su descendencia. Somos una historia lírica sí, a base de una épica de generosidad. Intentar encontrar otro sentido es difícil, y probablemente no es verdadero. Más allá de la paternidad encontraremos fuegos e ilusiones fatuas. Hemos sido pequeños emperadores y toca administrar un imperio y legarlo a cuánta más gente mejor. 
Así de espúreo, amoroso y paternal, es todo.
Amén

lunes, 23 de diciembre de 2013

La perroteca de Bucharest


Leo un artículo en El País sobre los perros de Bucharest. El censo de perros abandonados que deambula por las calles, asciende a la brutal cifra de cincuenta mil. Tal cual, sin datos de la policía y los manifestantes, 50.000. Perros como pueblos más grandes que una capital de comarcas.

Se trata pues de una ciudad surrealista, entre el cuento y la realidad podrida. He paseado por Atenas y fue la primera civilización que visité con vocación de perrera. Centro de la ciudad con acrópolis y perros de nadie, integrantes del día a día, despeinados y mendicantes. El número era anecdótico, dos o tres decenas a lo sumo, un mero testimonio de dejadez. En Bucharest hay manadas en cada calle prácticamente.
Es un epicentro, un foco mundial de algo, que nada tiene que ver con el concepto de civismo. Y no entiendo por qué no le han dado un premio, una mención, un algo, y el personal se encuentra el fenómeno cuando al viajero empedernido de turno le da por plantarse en Rumanía. La epidemia de abandono del mejor amigo, debe ser sólo una rima de toda la estrofa urbana y degenerada que contiene la ciudad.

Es pues un destino ideal para los amantes de las causas perdidas, tal vez sin retorno. Yo mismo, vería interpeladas mis entrañas en aquel abandono animal masivo, seres anecdóticos sin nombre que se descomponen de fragilidad y vulnerabilidad entre rascacielos y palacios. Llamada generalizada de la vida urgente, telegrama atávico a los orígenes, imposición de la destrucción y degeneración de la vida, con la septicemia cansada de la desidia.

Estaría ante una ciudad capitulada, invadida por la degeneración, con sueños de uranio y terror. Visitaría las imprentas donde se encuadernan los tomos de la ética del mal. Y dispersaríamos manguerazos de lírica por las calles, tal vez llamando uno a uno a cada perro, aerosoles de poesía, mala leche y coches bomba llenos de ironía. Bucharest como la perroteca del mundo, reservorio, centro de exportaciones Ceaucescu S.L. y así.

Bucharest o el gran acantilado biográfico para los mohicanos de los perros, los misioneros del surrealismo, o los líricos en estos malos tiempos para idem. Irse al epicentro del incivismo y quedarse allí preso, de todos y de uno mismo, como en cualquier lugar y en casa, pero en una versión lírica, puramente estética, de verdad mascota, pero igual de zoológica que las verdades fililales, extraviadas y humanoides de cada cual en su ciudad origen.

Reenganche


De entre los montes de mi agenda futura, y más allá de esta llanura ágrafa y relajada, sobresale una vuelta a Oporto como aventura lírica y experiencia íntima. Es decir, que el niño en mí, espera ese par de días como agua de mayo.

Tenemos una capa freática bajo nuestros días, que entiende de deseos y frustraciones, de máximos, aventuras y potencialidades, y que no participa de las rutinas, obligaciones y esperas, de la vida adulta. Ahí se inhibe y no funciona su contador. Traga, aguanta en su subterráneo la sosería de las semanas, y empieza a mover la cola en aras de un plan atractivo para su condición. ¿En qué capítulo habíamos dejado la aventura de vivir? Se reanuda unas páginas, saltándose las comas primero, resbalando párrafos, y al final busca asentar cierta madurez que injerte el frenesí con solución de continuidad en la vida standard de los lunes y los miércoles.

[...] Los escritores montamos artesanamente estas minibiblias, a caballo entre la doctrina y la seducción, la cucharada propia y el atractivo de la especie, que son los artículos. Vendemos castañas, y vendemos alguna palabra olvidada y sabrosa, que paladean luego unos ojos y su orbitar mañanero. Vendemos ideas, y alquilamos esa expresión que tenían muchos en la punta de la lengua y no salía, por un módico precio. Nos pasamos introduciendo mundo el día anterior, y nuestra maquinaria transforma esos libros, periódicos y escenas en estos folios troquelados con firma.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Soy mera Formulación


La elección de los estudios de Filosofía astillaba todo el estadio del imaginario comunitario. Era una bomba en tribuna, algo transgresor al normal curso de la vida. Jordi Santamaria, el número 1 Atp, se hacía marinero, embarcaba su futuro hacia un continente exótico y precario, del que no todo el mundo volvía.
Todos sus círculos reverberaban el asombro, la incredulidad y el temor de alguien que se hacía a la mar. Nadie había estado en el otro lado, pero se fiaban de la señalética de esta ribera convencional del mundo, que indicaba un destino de disciplina maría, con pocas salidas y escasa maniobrabilidad. Era arriesgarse, complicarse innecesariamente la vida. Rechazar un asiento en primera hacia la estabilidad adulta, por irse con una bicicleta antigua a dar con su futuro.

Algo en mi carácter, me impulsaba a ser único, a deslindarme del resto, y emprender estos demarrajes. Me había acostumbrado a destacar, en cada nueva actividad o campo que afrontaba, apenas conocía la frustración de no sobresalir con mi rendimiento en lo que hacía. No veía límites, en ponerse a estudiar la carrera de Filosofía tampoco, todas aquellas críticas vecinales me quedaban muy lejos, porque mi planteamiento no contenía esas limitaciones. Sus comentarios, eran más bien intuiciones, generalidades, pese a que algunas tenían el olfato brujo de la edad.
Mi personalidad contenía también notas de explosividad. El volcanismo paterno, la tectónica de casa, se había filtrado también en mi forma de ser. Periódicamente tenía mis sismos temperamentales, y ahí en temperamental pon emocional, sentimental, colérico o soñador. Así que la autoconfianza que tenía más la sísmica propia, me hizo demarrar ahí arriba, a los 18 tiernos años de edad, girando en solitario hacia el everest mortal de la filosofía.
Me dirigí a ese mundo por una promesa. La promesa de girar ante el espectáculo del mundo constantemente. Entonces no lo mentaba como un espectáculo artístico/científico, pero como cualquier criatura, siempre iba a ir cegado detrás de la maravilla del arte y del descubrimiento científico. La mayor parte de la población se cohibe ante la ciencia pura, o se limita a disfrutar del arte en forwards o visitas turistoides. Algunos locos emprenden una carrera profesional en estos campos. Yo escogí Filosofía de una forma humana y egoísta, ya que podía escoger, iba a disfrutar como un enano. Pese a que hedonista de veras, lo fui después.

En esa época, era la filosofía la que se desplegaba ante mí a la par que mi cerebro se destaponaba y se descubría a sí mismo, llegando a su plena potencialidad, eran hermanos reencontrándose. La filosofía contenía todo aquel espacio que mi nuevo cerebro podía poblar, alcanzar meteóricamente, y era un goce descubrir la inmensidad del pensamiento humano. Todas aquellas reflexiones de los filósofos de occidente suponían ejercicios alucinantes y apasionantes de la razón para un cerebro a estrenar, y disfrutaba de todos esos descubrimientos profundos que chasquido a chasquido se sucedían. La belleza de las ideas, su hondura desmenuzada, y la radical lucidez con la que calentaban.

Y era todo tan trascendente. He aquí su porquería. Yo venía de mamar religión once años como un alumno responsable y obediente. La filosofía, tanto en mi escuela como en la Historia, suponía la prolongación de esa religión, de una manera racional, valiente y crítica. Las ideas resonaban de importancia, pues apuntaban al Todo, la Esencia, a los Porqués últimos y finales. Uno se creía que estaba haciendo algo importante y significativo de veras. Ahora bien, si resultase para la religión que ese Dios omnipresente no existe, y para la Filosofía que esas Preguntas Últimas se acaban diluyendo y desaparaciendo como un terrón de azúcar en la vida... "no estábamos haciendo más que un gran canto, barroco y neurótico, a la Nada".

Yo y seiscientos estudiantes más, once millones de creyentes y yo. Mi educación había sido una gran trompeta acústica pegada a mi oído, la cual propició al fin que la religión fuese algo importante en mi vida. Para muchos compañeros, lo religioso acabó resbalando, en parte por no ser aplicados, en parte por malditismo, y entraron en territorio laico por vía directa.
Yo fui un niño religioso, con la viga de lo trascendente ya instalada en mi psique. Así que la filosofía fue la alternativa laica, una rebelión mansa y natural de mi cerebro. Me alisté a espadachín de la razón, entusiasmado. La otra gran alternativa era ser médico. Como ser, yo estaba más implicado entonces en aquellas expediciones, literales, a la verdad.
La resonancia trascendente de lo filosófico, con mi única antecedencia teológica, junto a la impresionante intelectualidad que se ponía en juego, fueron los factores para que me apasionara y optase por esa vocación.

Aquello supuso un gran gimnasio intelectual, en concreto para mi capacidad de idear y mi imaginación. Todo fue un error monumental, megalítico como sus disciplinas, pues perseguíamos el Todo en el absurdo. Mi entrega y secuestro en el colegio religioso trajo esa parte de consecuencias, persiguiendo a Dios en el bosque adolescente de lo absurdo. Y me marcó para siempre, perdida esa plaza de tren hacia una ciudad adulta estable. Me confinó a la inestabilidad, a la improvisación perpetua. Mas como un camionero de maquinaria eléctrica, acepto mi camino y no lamento haber nacido otro o en otras coordenadas biográficas, porque eso sí sería erotizarse con el absurdo, y no aceptar las reglas del juego. Me equivoqué radicalmente, pues quien me conoce sabe de mis sismos, y aré la Nada vigorosamente. Ahora, diluida toda esa pasión inútil en la existencia, con una imaginación cachas, soy mera formulación, literatura, una mera forma de decir las cosas singular.

martes, 3 de diciembre de 2013

Mañana tintorera


Con este tiempo uno puede morir, perecer, no es aquel pesebre mediterráneo de costumbre, para domingueros y cicloturistas. La temperatura por fin rima en la estrofa de noviembre.

La desaparicion de hostilidad tras la tormenta, el paisaje planchado de agua y esa sensacion de paz, semiótica literal y pura de la naturaleza. Una ducha de cuatro días, bautismo obsesivo, todo está conmocionado de agua, anestesiado, tumefacto y arrugado de ella. Es una mañana tintorera, en una playa berberecha, donde las olas devuelven a mansalva las cáscaras consumidas de esta clase de almejas. 

Hay un tapón de silencio en el bosque. Todo está paralizado mientras continuen las bajas temperaturas. Puestos a inventar, no existe aún el bosque seco mediterráneo calefactado a gas. Sin él, toca acrecentarse lo estepario.

Me paro a tomar una fotografía de la autovía. Han venido a cortarle las greñas vegetales en la mediana y los arcenes, y ahora está con el césped segado y peinado como un niño para la foto escolar de los setenta. Así rapada, luce igual que hace cuarenta años, imagen inmutable que nadie sabría ubicar salvo por la calidad del pixelado. Las autovías se construyeron una vez y ya. Sólo se modernizan si son mortales. La autovía de Castelldefels todos sabemos que es inmortal, pinácea y putañera, y resiste al tiempo y a las generaciones.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Warsow


A las siete a.m. estoy en la calle pues a las cuatro de la tarde se echa la noche. El cielo está de bunker, ni un milímetro de concesión al sol. Cojo el metro en Centralna hacia la Stare Miasto, ciudad vieja, voy para Mlociny o Ratusz, dime? Desciendo los cuarenta metros de escalera mecánica estropeada, acompañado de una marabunta laboral adormilada y autómata, como un coro de pasos metálicos que van a levantar Polonia, y una fantasía maquinal aparece en mi cabeza, imaginando que toda esta
mansedumbre coordinada marcando el paso continuo, está teledirigida por un nazismo o un comunismo déspota.

Visito una capital con ecos del exterminio nazi, que por una parte destruyó todo su vientre antiguo, y junto a los edificios rebentaron también las personitas que los habitaban; y por la otra arrasaron el barrio judío hasta llevarse las piedras de las casas derruidas, desertificado, desratizado para ellos, y luego enmurallaron ese amplio barrio del centro de la ciudad, para torturar dentro a cientos de miles de judíos, en esa maldad barroca, carnicera y cumbre, llamada holocausto.
Visito la misma ciudad que se curó un holocausto con una dictadura stalinista de cuatro décadas, sometida a un comunismo idiota y tirano. Varsovia viene a ser un lugar sacro o una capital mártir.

La ciudad vieja que ahora paseo fue reconstruida al igual que la ciudad nueva - también antigua-, piedra a piedra. El hiato de los años y las bombas se nota en la vida que se desarrolla en ellas. Está desalmada pronto por la mañana y seguirá desanimada esta tarde cuando vuelva. No parece una capital turística, y algo de artificiosidad ha quedado en el aire de estas calles rehechas a coraje. El centro de la ciudad moderna, ya capitalista de vocación, es manhattaniano y a la última más que muchas capitales europeas. Rascacielos de diseño, desfiladeros y cañones urbanos entre ellos, surcados a la vez por tranvías comunistas que se han quedado a la fiesta, con sus colores bastos y sus luces tenues.

Cae un chirimiri toda la mañana, lo hace por vicio. Paso parques con arboledas de un marrón oscuro subido, infartadas de frío, como una necrosación vegetal en medio de la ciudad. Me arranco menos a escribir porque se interpone la mampara del frío, que gelifica y vuelve inerte exteriores e interiores. El aire helado obliga a tomarse treguas entrando a comercios y galerías. Con este frío te agatunas, te ensabanas en el hotel, ronroneas, emites sonidos alentadores de repente sacudiendo el frío. Descubriré tarde que los locales medran en centros comerciales como madrigueras de ocio equipadas para la vida hivernal. 
El guiri aquí, es ese mono abrigado a lo muñeco Michelin, con un gorro que pretende tapar la cabeza hasta el coxis y más allá. La gente me mira, no por mi belleza paquirrinesca. Los locales contemplan esa pinta de pseudocaribeño perdido en medio de la nieve.

El día siguiente será más benigno y aparecerá unos minutos el sol. Han sido dos días en esta tierra de catedrales blancas y piadosas como la nieve, de porteros automáticos por doquier, de árboles empatados de frío hacia el cielo, la tierra de las princesas civiles y comunes, jambas, estilizadas, coletaris, con botas y medias de veinte tipos, un país donde se da, sin más, un pibonismo callejero indiscriminado.

Fotos en: http://www.flickr.com/photos/jordiny/sets/72157638377597294/

Polska


Tres horas separan el Prat de Varsovia. Planeando sobre Polonia oteo una tierra armiño, enferma, parcheada, suavemente fantasmagórica. Serían las localizaciones naturales idóneas para el cuento de Navidad tétrico de Tim Burton.
El autobús del aeropuerto nos acerca a la estación de tren, en la noche cerrada y carnívora de Polonia. El río Vístula espera al tren a la entrada de Varsovia, junto a a las perlas blanquirrojas del nuevo estadio, corona futurista y metáfora flamante de la nueva Polonia. El tren desemboca en Centralna Stacjion, pegada al famoso rascacielos soviético que ahora es Palacio de Cultura. No es tan horrendo como lo mentan de antemano, ni tan mazacote comunista. Es una construcción matizada y con destellos artísticos, tal que una neoyorquina de buen gusto, pero diferente. Se ha quedado como un testimonio experimental de lo que hubiese sido un Manhattan moscovita si no le hubieran fallado las piernas al comunismo, aunque tampoco habría tirado ni con Plantavit. Es un rascacielos puntiagudo y ancho, un rascacielos chaparro, soviet style. En todo Nueva York no hay un bloque tan ancho y puntiagudo a la vez, así que el mundo se perdió el sueño urbanita ruso, y se quedó con la fantasmagórica arquitectura a lo Ceaucescu, Carabanchel, Bellvitge.

De la lectura rápida de Jordi Santamaria, la recepcionista infiere un hispánico "are you Jose Maria right?". Jesús, soy Jesús. Apenas salgo del apartamento lo que queda de tarde-noche. En el corto paseo a un bar de leche por las galerías comerciales subterráneas, paso junto a tiendas que venden orientalismo y exoticidad. Objetos mezclados de Perú o de Ceilán, telas egipcias, persas o tailandesas en bloque sin distinción, bajo la misma idea, perfiles de la misma franja del globo y a la vez antípodas. Entiendo rápidamente, que estos comercios son promesas de calor. Ensoñaciones, epifanías del trópico, que se convierten en tiendas un poco al delirio del frío. Este frío. Que me guiña el ojo y promete no separarse de mí hasta la partida.

martes, 26 de noviembre de 2013

Mañana en Porto


Envalentonado me aproximo a una de las sedes del vértigo en Occidente. El puente de Luis I sobre el Duero. Si la ciudad ya flirtea con ser perpendicular a él, aquí el ángulo recto es meridiano. La otra vez me achanté, en ésta es sólo una ilusión de fortaleza la que tengo al iniciar el puente. Tras unos cuantos pasos, la escritura se suspende, en general el cerebro, que escanea unas vistas cíclopes, con barrancos tras un reguero de tejados que van a dar a ríos mates y gelatinosos de alturas. Es la incomodidad del precipicio, su energía potencial chillándote. Es toda esa potencialidad de cetrería para la que no hemos nacido, bípedos y terrestres, antónimos del águila. Una fuerza de gravedad amañada, que ya no nos pega al suelo, y provoca desorientación, mareos en otros, a nuestro gps biológico.

Dejo el puente e inicio el descenso hasta la torre de los Clérigos. Pasan portuguesas del norte, tan hembras; como su tierra, apuntan a ser más accesibles y franqueables, en especial las cejijuntas claro. Se suceden panaderías, con el hojaldre luso de un dios menor. Un hojaldre grueso, blando, mullido, que no cruje ni por asomo. Luego en Brasil se replica el mismo hojaldre que hace bola en la boca, panadería desgraciada, en una burda fotocopia colonial, y a ese país aún ha de venir alguien que revolucione el hojaldre, francamente, helénicamente... que es donde tienen el mejor hojaldre del mundo. Los griegos, siempre los griegos.

Cruzo el centro hasta el mercado de Bolhao. Un trompetista interpreta un "vamos a suicidarnos" simulado, un tema triste, lento y herido, que no desentona con el azul y la melancolía de Porto.
La arquitectura silente, de persianas cerradas, se torna ciudad fantasma si uno repara en la cantidad de edificios abandonados por el centro. Me entran ganas de comprar uno de ellos y restaurarlo lentamente. Se lo dejó anotado a otro yo rico que tal vez acuda allí en un futurible. 

Las primeras de la clase de las gaviotas, aparcan su planeo en el mercado de Bolhao y se posan en los camiones refrigerados de los pescateros al acecho.
Toda la nostalgia de lo que fue el Borne de Barcelona supura, en este mercado anclado en su, nuestro, pasado. Tiene todo el perímetro exterior con su corona de comercios de abastos, granel, artesanos, campesinos y botijeros. La tienda modernista de semillas y abonos, sigue en pie, en local premium, no derrocada por Amancio Ortega el Grande. Enfrente cuelgan chorizos, morcelas de Cabidela, y un pan de leña mulato que me envuelven en papel de estraza y se lo llevo bajo el brazo a mi señora, con toda la maleta y el vuelo perfumado, por un café de la colonia recién molido. Conclusión: en Oporto dan ganas de trasplantarse.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Porto vs. Barcelona en ring estético


Amanece en Porto con una resaca de niebla sitiando la ciudad, niebla, o bruma atlántica. La bruma es efectista y dota de carácter legendario donde se posa. La historia es otro turbión más profundo de leyenda. El tenis del colonialismo, devolvió a los imperios europeos a sus dimensiones pretéritas, entonces igual de originales que de miniaturizadas. Esta pérdida fulminante de franquicias e ingresos, con una reducción de aparatos y gastos tardía y demorada, es lo que viene a dar la decadencia secular de británicos, españoles y portugueses. La primera triste, engreída, rancia y democratica; la segunda violenta, cainita, abrupta y cutrefacta; y la tercera desoladora, pues Portugal de regreso a la metrópolis es muy pequeña, y Brasil, tan perdidamente grande.

En viajes felices a uno se le destapa una juventud fresca a borbotón que ya menguaba. Tras varias horas en la ciudad - en esta segunda venida, que ya no tiene la falsedad vitalista de la primavera y sus ropajes, en aquel abril de 2012 -, uno claudica que empieza a estar enamorado de Porto. No me resisto a esta belleza bruta, cargada de impurezas, desfasada y vetusta. Además, vengo de la capital de la belleza neta del sur de Europa. Me doy cuenta que Barcelona tiene una singularidad de nivel planetario. Algo que los locales no tenemos del todo consciente. Hablo que tiene un motor dentro, un relé, que es una vocación renovadora imparable, con poco parangón a escala planetaria. Nueva York tiene esa dimensión también de bestia, cosmopolita y aglutinadora, que la hace capital oficiosa del mundo.
Barcelona es una bestia remozadora, vanguardista en lo urbano, catedral del diseño, y que como contrapartida ha borrado tanto pasado y tanta menestralidad. En Barcelona no hay sitio para lo cutre, lo imperfectivo, y lo vetusto, es una especie en extinción. Y en parte es una ciudad tan poco bruja, que previsiblemente al llegar a Porto, antípoda estética, uno es seducido por su imperfección, estatismo, improvisación, ausencia también bestia de vanguardias, aquí especie más bien de zoológico.

Aquí deseo que no llegue ese momentum histórico corrosivo que todo lo borra y nada mantiene, esa plaga de la modernidad. La innovación que se gusta y acaba derrocando y tiranizando un diseño clásico y heredado de las cosas. La rebelión absurda de los herederos que se niegan, la creatividad radical que se siente autosuficiente.

De esta forma se eliminan las impurezas dentro de una estética, tal como un pibón de nuestros tiempos depura su perfección por todos los flancos. Dieces estéticos nos vadean. Barcelona es la ciudad pibón, y se la rifan los turistas. 
Pero aquí en Porto todo puede pasar. El día y los lugares están preñados de explosividad, en medio de los pubs zoológicos de diseño una puerta abierta deja ver los bajos de un desván de otros siglos, donde su propietario maneja útiles y sacos que dejan con el culo torcido a las almas modernas que frecuentan los bares. Tecleando a tu iphone 5S enviando un wasabi, te cruzas con un calderero y un afilador, y te invade esa sensación tribal, precaria y posibilista, que tu biografía puede virar y estallar en cualquier momento. Ese sentimiento que está ya entumecido, mortecino, en las ciudades lisas y previsibles de Europa, incluida Barcelona, y que excluye a toda la morería peninsular de Madrid y sus radios.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Post largo sobre Oporto


Despegue, el piloto chafa el acelerador. El desgarro acústico del avión, cuando hace jirones el aire y arranca.

La aeronave ya ha brincado la paralela del este al oeste de la península apenas en sesenta minutos. Sobrevuelo bajas colinas vaporosas, con la bruma suspendida sobre los pueblos, como un depósito de sueños. Diviso un finisterre antiheroico, una tierra verde oscura, lánguida, que no es umbral que canta inflamándose un nuevo mundo, más bien un fin de tierra a secas nada glorioso.

Porto es vetusta, grisácea, una ciudad silente, con un vahído monacal actual, y ancestral. Tiene la piel empedrada por donde le surcan los coches, como un reducto ya casi inédito, y tiene el cutis a baldosines. Es una conurbación museística, de paisano, un viaje en el tiempo a un lugar donde la modernidad insegura no ha borrado lo recio de un pasado. 
Rincones con vocación inglesa, en una hermandad de brisa. Los edificios, solemnes en su dejadez vetusta, parece que están allí hace eones. Silencio, quietud expectante, y una presencia telúrica de fondo, como una invasión del océano. Ciudad del sosiego. A veces pueblo, a veces monte, a veces capital. Porto es lírica, bonita, vetusta y literaria. 

La ciudad se precipita, avalancha de calles, entre rampas y barrancos empedrados. El río sobreviene, se aterriza en su ribera. Oyes antes el llamado portuario de las gaviotas, atlánticas, como vocalizando un peligro, que es un socavón infinito de miles de kilómetros cuadrados. Las gaviotas son el módem del mar. Su canto pájaro es alarma y no la canción de su especie, porque llevan un cansancio de océano y son vigía de latifundio. 

Ribeira, dorada de sol, alhaja ribereña. Todo el mundo fotografia el lamido inflamado del sol en las cristaleras de los balcones, que les otorga una arquitectura de lujo horaria, biológica y portátil.
La urbe con linde, tan sólo una lengua de mar franqueable pero no. Borde imantado, a donde van a parar las gentes. Límite más sutil y anual que un mar emplayado y temporero.

Perros desestresados, paradinhas del tiempo, quietud secular. Soy de Porto, soy bardo, legumbrero, sopero y azul. Porto es tal vez como su espirituoso, una cuestión de fermentación, madurez, y reposo. Va contra la moda, en un debate pasivo catatónico por su parte, queda enfrentada a ella, y eso la hace actualísima. Al despiste me hago con un juguete de los setenta en una tienda céntrica. Cafés a sesenta céntimos, platos del día a tres euros cincuenta, y esas cosas tan desfasadas.

La ciudad bipolar que recorrida en la otra direccion es por un efecto fisiológico una ciudad diferente.
Resonante, aturdida, palpitante es la vista ahora de las mismas calles con sus iglesias de antes, pues el corazón está a cien en la subida adrenalínica, repecho tras repecho.

De noche parece toda ella unos faros rotos de automóvil. Me alejo del río pero noto su presencia. Las ciudades con ríos que parten la pana, contienen su fuerza atávica, telúrica, que todo lo configura. El río manda. La ribera del océano empieza barrio adentro. 
Oporto tiene el desorden justo y oportuno, para que fluya la vida silvestre, la verdadera, la que no se estanca, ni reseca, y se realimenta. El desorden extinguido de la mayoría de urbes europeas, tan asépticas y modernas, que han higienizado nuestra menestralidad y se han cargado una esencia rudimentaria, frugal, mamífera, que nos acaba doliendo por falta de aventura en las cosas, los objetos, los vecinos, los oficios, tan acabados y técnicos.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Saída


Caminando hacia la terminal tenía varios posts revoloteándome la cabeza. Del traqueteo de un viaje resultan partículas de biografía suspendidas en el aire, y la escritura aparece entonces por esa fuerza de fregamiento episódica. 

El post de yo y mis hermanos como ramas de nuestros padres, y como el fotocopiarse inconsciente de unos progenitores en ellos ha sido laxo. Nosotros, sus versiones, difíciles de reconocer por separado.

Ahora se forma una cola portuguesa en la terminal. Una fila low cost - barra ansiosa - con destino Oporto, o Porto. Oporto es una bajada al río y unos siglos, una curva del Duero y un balcón ribereño capitalino y de postal. Una baja de última hora hace que mi retorno acompañado encienda el piloto del modo solitario y pase estas 48 horas en Portugal como en la mayoría de mis viajes.

El otro post era éste que estoy escribiendo. El que viene en los prolegómenos de un viaje cuando el pecho contiene cierta ligereza, y se sabe en tránsito desligándose de la realidad mostrenca del día a día.

viernes, 15 de noviembre de 2013

jueves, 14 de noviembre de 2013


Me tiro a la escritura de fondo? Yo velocista? Quién va a aguantar un artículo de 180 páginas?
Los lectores son cuadrípedos confundidos que van a beber libros sin saber qué sabor ni materia han comprado. Sólo la marca, de algún autor, les orienta a veces.
Ponerle encabezados a un escrito es descabalgarlo del status posible de novela, cancelarle su mejor ruta comercial, a cambio de hacerle la putada al lector proponiéndole la caminata del tirón, en un texto de naturaleza totalmente discontinua. Un texto articulado, no corrido ni extensible, más bien a desgranar, técnico, musculado, velocista de relevos. Dejar al lector esprintar sin fondo hasta la página 76 es un suicidio de la prosa.
Una novela admite alguna liturgia, como la de los capítulos. Mi libelo ha de estar por encima de las 170 páginas, pues es ya un buen peso para ponerle faja y portada. Le puedo colocar una obertura tipo carta, un proemio camuflado, así como un epílogo, escatimándole diez páginas. Después el texto puede tener 4 capítulos como cuatro primaveras, a cuarenta páginas el lechal. Un artículo de cuarenta páginas me sigue pareciendo cíclope. Entonces es cuando intercalamos sí o sí, las cartitas, los testimonios del niño, 4 ó 5, a lo sumo 6, para tocar el otro lado de la piscina del capítulo. Las lonchas de texto ya las tengo bastante preparadas, son de buen ganadero, bien cocinadas.
Y así la gracieta del libro, la adaptación al formato comercial de este país. Oh, un niño que habla, muy lúcido. Cuatro capítulos con sus barreritas y zonas de descanso en la autopista. Una selva de palabras adecentada, parqueada, con bancos. Una estructura, una prótesis que reste a la maraña natural de palabras su libertad, en pos de los prejuicios sobre un autor desconocido y raro. Umbral en Mortal y Rosa, juntó los artículos dispersos de varias temporadas, hilados con un sedal intermitente y rompedizo paralelo a la convalescencia de su hijo, y los desarticuló en un libro confusional, fragmentado y movedizo.

Los pájaros siguen piando. Continúan su existencia concertista, de árbol y orquesta, mientras a los demás nos alterna una lepra en el alma. De las ramas emana un vivaldi biológico, colgado como una navidad crónica, y es una realidad que cae extranjera a la tristeza lisa y dormida que paseamos. Una congoja que nos empeora los órganos sibilinamente, que nos mata centésimas de vida. Queda el autoengaño, la sugestión, quitarse una careta de la careta y poner otra careta, hasta dar con la de Paulo Coelho cocinando raíces en portugués. 
Mi perro me hace un baile histérico y polar de sprints, frente al ñordo que le acabo de descubrir degustando. Es su danza de obediencia y rebeldía, su exhibición (extraversión) de la contractura psíquica entre fruición y respeto a la obligación - igual de salubre que arbitraria para su juicio.
Constato ya una fortaleza disminuida en mí esta mañana, aka debilidad-fragilidad, porque nuestro estado de ánimo es el motor y con él nos derrumbamos en bloque. La animosidad existe antes de nosotros. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El rapto sagrado


Experimentábamos la vida como un  regalo, una barra libre de comida, alojamiento, escuela y sanidad, con menús de temporada en juguetes, chucherías y helados. Se nos daba, venía de serie por llegar al mundo. Los religiosos aprovechaban el tirón para publicitar y vender la gratuidad de Dios, pero lo que realmente menospreciaban era el esfuerzo de unos padres. Todos esos parabienes venían directamente de su sudor y del dolor de espalda y cabeza, pero venían los ayatolás a agenciarse las vidas, a poder ser las vocaciones enteras - lo único puro en la ambición humana - como ya se habían agenciado de terrenos y palacios góticos durante la cristiandad. En una época en que se escatimaban impuestos al Estado, el pueblo se dejaba fiscalizar el alma, o los hijos, por el Tirano psicológico de la religión, como tal vez hoy sucumba al binomio consumista de tiendas y bancos, obsolescencia estética de por medio, ratoneras sin liquidez de final.
Occidente es la civilización que descuida a los antepasados, donde sólo los pudientes tienen árbol genealógico, como si sólo los pobres hubiesen salido directamente de la mano de Dios, ignorando sus antepasados menestrales y donantes. A nosotros nos hacían reverenciar al icono de la cruz, mentarle a él y su mamá cada mañana, repetir hasta la saciedad nuestra pequeñez y nuestro agradecimiento por habérnoslo dado todo, herirnos por dentro si no cumplíamos sus mandamases, hasta despedir el día en la cama hablando solos con él... En un secuestro flagrante de nuestra existencia pérez y rodríguez, filiándonos con una saga ficticia de obispos, piadosos, pederastas, y golpistas, falsificando a nuestro padre y nuestra madre por un fantasma paterno recio con superpoderes, y una virgen bondadosa ni guapa ni fea, que suavizaba los truenos del omnipresente. Durante siglos la religión servía de barrera entre padres e hijos, ponía trascendentes los asuntos, trocaba seria la vida, éramos hijos de Dios, y apenas nos tuteábamos por el respeto surgido entre seres divinos. A los padres se les honraba, más que amaba, se les temía, en existencias más crueles y extremas. Con el mundo domesticado, plagado de peluches y física cuántica, se podía empezar a llamar a las cosas por su nombre. Tú. Big bang. Padre ternura. Socialdemocracia, y esas cosas.

martes, 12 de noviembre de 2013

Las alquimias domésticas


Una pareja deriva lentamente hacia una unidad económica. En casa existía una economía milagrosa. Con mi madre al frente de la partida doméstica, escaneando los mercados, optimizando las compras, exprimiendo los equipos, no se desprendía literalmente ni un céntimo. Mi padre le echaba horas, aparecía por casa de noche, tuvo que inventarse su trabajo cuando dejó de ser asalariado, y de las grandes compras que él se ocupaba, casa/coche, había derroche negativo. Los muebles venían de amigos, la rola se heredaba, la obsolescencia de nuestras pertenencias era un concepto absurdo, economía de hormiga que va acumulando pequeñeces monetarias hasta que se tiene un capital obrero, velludo y concienzudo. Llegar a rico siendo pobre toda la vida, pero pagando segundas residencias al contado. Su forma austera de vivir, pues brotaron en plena posguerra, su visión laboral de la vida, ya que se encargaron - heroicamente creo yo - de pasar del estado psicótico de las guerras al Estado del bienestar - y su vocación paterna, les hizo ser unas criaturas donantes. Invertir en un futuro que a ellos les excluía, pero no a sus descendientes, y ni siquiera retirados se gastarían las perras de su sudor heptagenario y vitalicio. Una forma donante como conclusión de vida, que ya no se estila en estas latitudes de la misma manera. La contrapartida de esa donación vitalicia, era una temperatura emocional fría o severa. Los hombres de aquella generación estaban tallados con hielo, y fue gracias a sus mujeres que pudimos reconocer y sentir que todo aquello era un regalo, a pesar de los gritos, la mala leche, las tortas o la administración ratera de recursos. Nosotros como padres, ciclícamente, reaccionariamente, nos curamos a veces esa frialdad emocional pecando de sobreprotección con nuestros hijos. Nosotros, niños acomodados, mimados de paz histórica, nos encontramos ya adultos con una crisis económica - y de valores de castas - que no termina nunca, como si en cada generación acaeceria sí o sí un sismo social, como si certificara la historia su verdad cíclica, o como si los tiempos se relajasen y olvidasen los males acuciantes y mutantes de la generación anterior.
A nosotros nos salvó el amor al vacío de unas madres anegadas de machismo, ninguneadas, enmatrimoniadas, que volcaban el sentido de sus vidas en la viabilidad de sus hijos. No teorizaban sobre la descompensación emocional que un padre currante y egoico propiciaba en sus hijos, simplemente se volcaban en compensar aquel desbarajuste. Todos aquellos pitufos de contrabando madre-hijo tras la merienda escolar, aquellos duendes aliados que uno necesitaba para poblar su vida de encanto. El tiempo extra, más allá de la compañía, para sentir un ángel de la guarda por encima de broncas, miedos y brutalidades paternas. Las bambas top del baloncesto, avanzadas a su tiempo, ahorradas en sus cero caprichos, que daban calambres de ilusión y pertenencia a algún tipo de élite por humildes momentos. Aquella plaza donde volver siempre llamada regazo, que condenaba silente la barbarie paterna, y se ponía claramente a favor del débil, del vulnerable, del porvenir, del talento en duro fermento. Nos remendaban, nos remediaban, nos acariciaban las llagas emocionales que desaparecían. Los mayores tratados aliados del siglo veinte se dieron de manera implícita en las casas, entre madres e hijos de aquella época. Nunca verbalizados ni expuestos, pero labrándose psicológicamente en un segundo plano familiar.
En mi caso yo era hijo único de segunda ronda - a siete años de mis hermanos que se llevaban sólo uno entre ellos -, con la relación de mis padres más cascada por los años de la convivencia, y nuestro tratado aliado todavía era más fuerte y cómplice. Yo recibiría tal vez más avituallamiento emocional para un mayor distanciamiento y rebelión frente a mi padre, hasta poder efectuar el delicado aprendizaje en negativo, y aquello de forma no premeditada le hacía surgir a mi madre un aliado más encajado en aquel tablero, escolta y abogado secesionista, los dos frutos de las circunstancias, de la alquimia familiar que se da en cada casa a lo largo de los años.

lunes, 11 de noviembre de 2013

A rebufo


Como niño cabrón, que todos tenemos brotes, contemplaba la sesión de severidad de mi padre prohibiendo salir a mis hermanos con cierto regocijo de esbirro. Era noche de fiesta blanca en alguna discoteca de verano. El salón tenía desplegada toda la blancura inocente de las prendas de mis hermanos y sus amigos, pero quedaban maniatados por la intransigencia de mi padre. Eran tiempos de marcha aún con ecos cabareteros en las boîtes y discotecas, con costumbres guatequeras en las fiestas privadas. Más tarde apareció esa modernez tan rompedora como estúpida del acid, sus chapas y la primera música maquinal, movimiento que nadie sabe bien a fecha de hoy qué significaba. Los niños nos quedamos con la fosforescencia, y los no tan niños adivino que también. 

Las fiestas de cumpleaños en los veranos de los primeros ochenta, suponían un excedente de golosinas, nocilla a discreción, y se podía repetir de mirindas. Cosas de las que había escasez para una familia media de la época. Luego los cumpleaños se prolongaban con los juegos clásicos: la manzana colgada, las carreras de sacos, los ojos vendados en harina o con los bizcochos mojados en chocolate. Sí, la prehistoria de las fiestas sin hinchables ni payasos, pero una odisea de diversión para esos niños patilleros y melenudos que hacían cabañas en los árboles.

Yo llevaba una vida de hermano pequeño a rebufo, de las aventuras de la pandilla de los mayores, chupóctero o desterrado según la ocasión. Podía jugar al cinto quemado, ser una base distante en el béisbol, colarme en las convocatorias a la piscina de la vecina rica, asistir de estranquis a sus fiestas de cumpleaños o ver la tira de cohetes desde lejos. Cuando les vino el pavo, éste me desplazó a otra tribu diferente y separada. Sus amigos de la infancia, con el carismático Gustavo al frente, son ahora como parientes de uno, además de vecinos vitalicios.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Picador de niños


El terrorista talibán de mi infancia fue el practicante. Mi matanza del cerdo particular. Cuando el timbre de casa anunciaba su macabra presencia - de torturador de niños - yo, o mi hermano, corríamos a hacernos fuertes bajo la cama de mis padres - porque vivíamos en un séptimo -, y mi madre se las veía y las deseaba para conseguir una fuga múltiple de nuestro alcatraz acostado. Arrancados, sucedía el pinchazo. La antesala del lamido alcohólico en la piel, gélido, con algodón, como una liturgia, sorpresiva y pavloviana a la vez. Y la agresión intensa y concentrada en un milímetro en flor de tu cuerpo, agujereada, con todos los sensores hiperactivados por el miedo, y la reverberación de la expectación en un momento previvido tantas veces. Pavor. 
Luego pasaba y ya, me compraban un Frigurón, hasta la próxima, pero sin fortaleza para relativizar ese dolor tan puntual como fugaz. 

Aquel practicante calvito, rechoncho y con bigote, muy tintinesco, que luego me cruzaba sin armas en la calle, tenía una profesión en la que los niños veían un holocausto y le odiaban. Practicar era para él pinchar, ir agujereando a la gente como mal mayor o menor. El problema era que se puede ejercer de picador sin tener mínima psicología, sin ganarte para nada a niños y ancianos. Hoy en día veo odontólogos infantiles que son Ronald McDonald y los niños aplauden tras la rajada. En los ochenta, período aún de glaciaciones emocionales, el picador se limitaba fríamente a pinchar dermis e inocular la solución medicamentosa de turno, saltándose toda la parte de los reyes magos, el niño jesús y la vulnerabilidad infantil más básica y elemental.

sábado, 9 de noviembre de 2013

La inteligencia atávica de los niños


Hay una inteligencia atávica en los niños, una astucia prematura que sale afilada de fábrica y se ejercita de vez en cuando a la hora de conseguir algo, hasta ser casi más listos que el hambre. Como la fuerza del hambre en los perros, que hace remar a todo el personal neuronal en la forma más depurada e inteligente posible. Lo mismo sucede con los críos y sus genialidades egoístas, donde el mal asoma sus orejas con brillantez y cierto espectáculo, y aquí algunos se llevan los carteles de niño maldito para toda la vida.

Al llegar al colegio, los profes y señus tienen un papel comadrón y nodricio, se da una estima mutua, algún que otro amorío, y se les regalan colonias y turrones por navidades. Ese trato cambiaba con la edad, se iba empinando la enemistad, y el nivel de cabronería crecía por ambos lados. El poder del régimen escolar lo tenían los profesores, y creo que ellos dispararon primero. La resistencia, nosotros, se replegaba hacia la popa de la clase, y las inteligencias atávicas empezaban a conspirar, rápidas, brillantes, en colmena, justicieras. 
La declaración de guerra del profesor, tratándonos de mocosos, gamberros sin salida y gentuza, provocada por su hastío ralo y la escoliosis de una vocación ramplona, iba a recibir el hostigamiento de cuarenta astucias asociadas con cara de ángel. Dicha operación, se lacraba con un nombre al igual que las puerto, malaya, gürtel de nuestros días. La operación empezaba y acababa con un mote. De los cuarenta cerebros apenas había unos microgramos decentes para la poesía, pero se configuraban para ejercer un acto poiético, artístico, que era sintetizar toda una personalidad en la palabra gimnástica, clavada, que definiese al profesor y lo ridiculizase. Tener un mote era ya caer en la lista de los tipos a ajusticiar. Sería hacerles la vida imposible de forma maquinada y calculada, aprovechando cualquier momento de confusión y jaleo en el aula. La entrada de una paloma, las tormentas, la respuesta airada de un compañero, un error de pronunciación al hablarnos, y sobrevenía el caos aberrante y orquestado, como un muestrario de odio automático, interrupto, racionado y rebosante. Los osados cañoneaban con gritos, los barítonos con murmullo y repiqueteo, los piadosos tosían y encubrían. Era un coro de la bulla que tras el canon del caos callaba mineralmente. O la mesa del tutor, se disponía a un milímetro del borde de la tarima como un artefacto a desplomarse a la primera palmada sobre ella. Contra el prefecto, caudillo leridano del colegio, se simulaban peleas de tumulto en el patio para que acudiese pitbull con el pito y luego lanzarle pelotas de plata golpistas y cobardes.

Tal vez la línea de comienzo de esta guerrilla escolar se demore con las décadas. En tiempos franquistas, hasta los tiesos tutores de primaria podían provocar la aparición del pillo precozmente, y hoy en día los blandos y demócratas profesores de Eso pueden promover un colegueo inmune al arsenal atávico del colectivo. Las clases huelen menos a ese coliseo de arena donde los niños se encomendaban a la astucia frente a la fiereza psicológica de un profesor rebotado.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los catalanes, por Francisco Umbral, El País 09/06/1976


Son otra gente, son otra raza, traen otra cultura. A veces, algunas veces, pasan por Madrid los catalanes. Pasa Carlos Barral con la plata solemne de su pelo y el abanico sabio de su barba. Pasa Rosa Regás, un Goytisolo pasa. El otro día vinieron a presentar un libro de Benet. Vienen, a veces, a traer libros, cultura, aires del mundo, un mundo de otro aire. Pasa Salvador Pániker, tan orlado de dudas y saberes; pasa Nuria Pompeia, el acero riente de sus ojos. Pasa Perich, vestido de guerrillero, o pasa Juan Marsé, golfo y chorizo. Viene Montserrat Roig, toda de falda larga y de marxismo, son otra gente ya los catalanes, y aquí estamos, mesetarios, carcelarios, concentracionarios, granviarios, viendo la cabalgata en plata de los catalanes.
Mi voyeurismo manchego oía hablar de Rembrandt, de Montaigne, oía hablar del Viejo Testamento -«un compendio de barbarie y crueldad»-, pero sólo veía, mi pobre voyeurismo, un lunar diminuto en el medio seno izquierdo de Rosa Regás. Muy descotada de senos, Rosa Regás, y con la piel muy blanca, hablaba de sus cosas, con un lunar pequeño, muy pequeño, en el medio seno izquierdo que se vencía hacia la izquierda, y mirando dulcemente ese lunar comprendía yo que han tenido la suerte de ser periféricos, vivir más lejos del Poder central. Vienen como oreados de frontera y traen aires de Francia, luz de Europa en sus whiskies en alto, como antorchas. Jorge Semprún se lo dijo en París a Marcos Ricardo Barnatán: -Si vuelvo a España será a Barcelona; nunca a Madrid.

Así que ya lo saben: Barcelona. Estamos, sí, malditos de centralismo. Somos el pobre Imperio mesetario y hasta aquí no llegaron los libros de Garaudy, los poemas de Carner, porque éramos concéntricos a todo, el corazón amargo del repollo de un sistema. Son otra cosa, sí, los catalanes. Vienen cantantes, vienen editores. Traen mucha cultura de madrugada, una ofensiva cultural de primavera, una literatura diferente, y entonces entiende el pobre paleto imperial, mirando el lunar izquierdo de Rosa Regás, que es una ficción el unitarismo de España, que hay muchos mapas en el mapa, que ha dicho Claudio Sánchez-Albornoz que el federalismo no es malo y que yo no sé si es malo o bueno, pero no se resiste ya la farsa de este Madrid de bandos y cemento cuando la periferia se abre en círculos que tocan hasta la escuela negativa de Francfort o el diseño industrial de Dinamarca. Pasan los catalanes por Bocaccio, consulado nocturno de Barcelona en Madrid, José Agustin Goytisolo o Gil de Biedma, con amores y con versos, y ya no sé si vale aquello de Valle-Inclán: «Y como el paño es catalán se está volviendo amarillo.» El buen paño catalán se ha vendido en el arca de la discriminación y hoy comprendemos que el Sistema nos había engañado, nos había tenido, en el sueño ingenuo de que éramos los grandes, los buenos, los justos, los mejores, axiales a todo, porque el centro era Madrid, castillo famoso, y lo demás era periferia confusa, geografía vaga, limbo de los tontos y mar de los Sargazos. Pues resulta que no, ¡ay!

Los catalanes, todos de acento y avión, los catalanes. Ya pasan por los catalanes. Ellos nos llaman mesetarios. No hay prevención hacia ellos en Madrid, sino una expectación snob y cierta, un deslumbramiento de pastor manchego hacia los fabulosos catalanes. ¿Quién nos hizo creer que éramos y mejores? ¿Y que la periferia sólo servía para las vacaciones? Grave engaño. Ahora miro, paleto reprimido, desengañado demasiado tarde, un lunar muy pequeño, muy pequeño, en el seno izquierdo de Rosa Regás. ¡Ay!, blanca Rosa.

Cine Iris


El cine. O más bien los cines, dónde se han ido. Aquellos lugares imperfectos, de maderas, sin pretensión futurista y no tan lisos, con butacas granate que eran como unos animales estéticos con su pelaje rojo de cine, en una atmósfera ilusionante y cargada donde sabíamos que había tantos sueños condensados ahí arriba. Nuestra catequesis cinematográfica fue Tiburón, Flash Gordon, El señor de las bestias, y E.T., que fue todo un acontecimiento, y supuso un desplazamiento ex-profeso en Barcelona. Al cine yo iba en verano, medio de rebote, acompañando a mis hermanos, al mítico y pulcro cine Iris, que estaba como mil cosas más en la calle “del medio”, pero para nosotros era una especie de templo devoto, donde nos parábamos a repasar detenidamente los fotogramas de las películas de la semana. No bastaba mayor publicidad que cuatro fotografías ilusionantes, para provocar la cascada de imaginación de lo que sería la película y las ganas de ver cualquiera de ellas. Una sesión de cine en esas butacas granate y antiguas, luego un polo sencillo de naranja, el sol y la sal aireando las calles veraniegas y sus chiringuitos, un paseo tardío en bici a casa, y teníamos al niño más feliz del mundo.


David Hasselhoff no se imagina que la sintonía cibernética y puntillista de su “coche fantástico” tiene adosado el salitre de la playa y su olor para muchos de sus televidentes, que fue una serie playera de consumo, pese a que su rodaje no tenga nada que ver con la costa. Porque apenas no nos habíamos sacudido la playa de nuestra piel, que acudíamos prestos, sin camiseta, a ocupar esa franja de la audiencia que durante los meses escolares no podíamos disfrutar. Tras la matinal playera, comíamos a las tres de la tarde pero lo realmente importante era “el halcón callejero”, “el gran héroe americano”, tempranamente “fama”, y el mito autóctono paralelo a nuestras vidas, “verano azul”.    

Viajes infantiles II


Otro verano fuimos a visitar a un tío de mi padre que por colaterales de la guerra había hecho su vida en Agen, próximo a Tolouse. De Francia, del mundo vocacionalmente democrático, sólo había visto su huella en Andorra, aquel arsenal de productos en los hipermercados, más trepidantes, con más color y magia. Esta potencia ya país adentro, proliferaba fielmente en todos los detalles. Nos llevaban unos cuantos años. Años de evolución, si no de qué. 
De baloncesto no tanto, en aquel año de 1984, a las seis de la mañana, 10 de agosto, recuerdo levantarnos legañosos para ver corbalanes, epis y martines, ganar una plata olímpica frente a un imberbe y terrícola Michael Jordan.

Estos viajes me sirvieron para tomarle el pulso, pasar un escáner entonces bastante inoperativo que en otras visitas con la cabeza adulta podría utilizar. A países como Italia, Francia, Suiza, y también a buena parte de España, pues en el 85 a mis padres les dio por ir a Almería pasando un rato por Bilbao. Fue una ruta desbocada que cruzó Salamanca, Oporto, Lisboa, Algarve, Doñana, Sevilla, Ceuta, Málaga y Carboneras, sin ningún. Mis padres y su pareja amiga que nos acompañaba, se liaron la manta viajera a la cabeza, y yo no recuerdo quejarme tampoco de por qué ahora éramos una familia itinerante. De esa singladura alrededor de la península saqué un órgano casio en Ceuta, y me llevé datos. El órgano me puntuaba mis ensayos con unas lucecitas que despedían una melodía enérgica y veraz según lo bien, reguleras o mal de la ejecución; los datos que me llevé, fueron cosas como la malaguidad, la sensación de cruzar los páramos extremeños, la inabarcabilidad de Doñana, la gratuidad de Andalucía, y otras líricas que años más tarde he podido rescatar de ese testimonio entonces mudo poéticamente.

Primera infancia insondable


La época de la primera infancia son como unas catacumbas de la memoria, y por tener esta condición de órgano fantasma, son las que parecen más lo otro, una vida remota medio perteneciente a nosotros. Hay que soltar cuerda y que la sonda vaya llegando a las profundidades del recuerdo, es una prospección a los estratos más remotos de nosotros mismos.
Nos vienen escenas congeladas, estampas borrosas, sensaciones seccionadas y globales. Momentos que debieron ser evocados poco después de ser vividos y por eso se quedaron, tras su primera repetición aleatoria. Así, todos tenemos nuestro álbum mental hasta los cinco años, con todas las fotografías ya recorridas, y apenas aparece un recuerdo nuevo, salvo que un objeto, una estancia, resuciten la huella mnésica en nuestra cabeza.

De esos ecos me vienen los dibujos animados de Tom Sawyer o La familia Robinson. La vida vagabunda y trepidante de Tom Sawyer era una realidad descarada y distante a nuestra infancia ajardinada. Su sintonía final ha sido un telón de nuestra niñez. Eran unos dibujos animados veraces, de placenta literaria, y de algún modo sabíamos que la vida de Tom era real, existía o había existido como la nuestra, a pesar de ser tan dispar. Nos ilustró una infancia americana, sureña, de principios de siglo.
La familia Robinson, párvulos en televisión catalana, habitaba los sábados mañana. Las peripecias de una familia náufraga, precuela secular de la afamada serie Lost, me dejaba un sabor a melón tropical, cinestésico, mientras la veía, el mismo melón que ellos comían de la selva, y que yo por fantasía también acababa degustando toda la mañana.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Desamistad


Cuando empiezas a cambiar la carga emocional al recordar el nombre de un amigo, se hiende ya esa persona en el recuerdo. La amistad goza del poco abuso que se hace de ella en comparación con la relación de pareja, siempre al trapo, siempre en el medio, mobiliaria, comodín, llena de inercias y vicios. La pareja se usa, se emplea, se gasta, porque no se separa, no se elimina esa fuerza de gravedad vinculante salvo en las rupturas en forma de cohete al más allá. Nuestra pareja de dobles en la brega diaria es la misma y exacta temporada tras temporada, mes tras mes. El barroco es aquel movimiento cultural que se supera año tras año en las iglesias del XVIII y en las discusiones de pareja al uso, con un complemento más, un énfasis nuevo, el último añadido. Hoy emergen los singles, como colectivos de actividades culturales y rapiña, tan contradictorios, pero este mundo ha sido y es de doblistas, aquí se ha jugado siempre a los dobles que solo uno larga poco y se cansa más.

La amistad es esa relación pura, delgada, cómoda, de los segundos platos estrella. Sin inercias, diáfana, a estrenar. Satélites que te orbitan, a veces los ves, vienen a casa, recuerdas anécdotas, muy bien, hasta la próxima, cada cual a su casa. Cuando alguna vez se extinguen, no necesitas que vengan los Tedax, como sí pasa con las separaciones de pareja. Cambiar de compañero de dormir, resulta un acto dramático y harto complicado, una cirugía biográfica con un par de by-passes. Es cambiar todo un sistema operativo, teclear sin monitor, y desprogramarse unos cuantos años. Digamos que era un camino donde te adentraste varios cientos o miles de kilómetros, y hay que desandarlo, sin tener ni idea qué tocará hacer después. Los amigos extinguidos se borran cómodamente igual que vinieron, sin nada de dramatismos. Un dime, un direte - ni siquiera la causa queda del todo definida ni importa -, se espacian las llamadas, se deja de quedar, se constata un vacío por parte de los dos, se comenta con otros amigos, se acaba haciendo un post sobre la amistad perdida destacando su poca trascendencia a la luz de las parejas.

En nuestro obrar mamífero, tal vez no necesitemos a los amigos, pese a que esta sentencia sea un agravio turbador en muchos muros de Facebook. Quiero decir, que en genérico "los-amigos" es un ingrediente vital para cualquier persona/homínido, pero que acaban siendo más intercambiables, sustituibles, reponibles, que el lugar monopolista y exclusivo que ocupa la pareja, verdadero rol tirano de nuestra existencia monárquica y romántica. El amor es tirano y mártir, donante y gángster, la amistad es una comedia republicana.

jueves, 31 de octubre de 2013

Martes de octubre


Y todo este tropel de gente mañanera, sintrabajos, turistas, pensionistas, funambulistas laborales, que toman el café de las diez de la mañana. La estridencia de una sierra de metal de fondo, presta toda la sintonía fabril y currante a la relajada estampa. 

Leo y releo "Crónica de esa guapa gente, unas memorias sociales de Umbral en el 90, con título equívoco y maleditadas por Planeta. Es un libro más bien biográfico, a partir de unas fotografías que comenta y expande. Libro mal maquetado pues las fotografías no preceden al texto. El subtítulo "Memorias de la jet" embiste lo comercial como un mihura del cotilleo. Luego, el libro sorprende, no es tan baratario, ilustra pasajes de la vida de Umbral interesantes y no conocidos, así que lo incluyo oficiosamente dentro de los libros autobiográficos del autor, que con otro título y editorial, hubiese sido referencia y no obra aparentemente menor. En él, se erige un personaje no tan nombrado en sus otros libros, Francisco Fernández Ordóñez, y se nos aparece como el mirlo blanco de la casta política, rilkeano, ex-ministro, escritor frustrado, ejecutor de la ley del divorcio, y amo de Iván, ese pastor alemán negro y senil.

[...] El cielo tiene un ataque de color cobre, un quemar bello y moderado, en los primeros témpanos del otoño. El sol es un ámbar deshecho, una yema segregada, que otorga un baño de cobre a toda la bóveda, que tiene exactamente el mismo color que los calderos antiguos.
El algodón de las nubes recibe una luz que las hace llamaradas congeladas, inmóviles, pero totalmente ígneas. Un antepasado remoto podría atribuir a lo sobrenatural o extraterrestre esta aparición de unas colosales llamas inmóviles en el entresuelo del cielo.
A las cinco y media salen los niños del colegio, y a la misma hora sale el sol dramático fuera del día por los campos arados, donde vendremos a buscarlo a diario Kobe y yo.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Europa en seat ronda


Algún julio, mes cajón de la gran mesa de agosto, se ocupaba una quincena con un viaje de carretera y manta. Nos montábamos en esos coches de aspecto bonachón de los ochenta, y a las seis de la mañana salíamos para Turín del tirón. En el maletero estaba la tienda de campaña, que plantábamos en un camping a las afueras de Milán, en la costa de Venecia o en la ribera de un lago suizo. Todo viaje tenía el argumento de visitas laborales de mi padre, autónomo y bregador, fuera en Italia, Suiza o Alemania. Como todo niño yo seguía aquellos planes paternos cual burrito atado a una cuerda, no me apasionaban, pero se han quedado bien registrados en el disco duro. El exotismo de mi primer día de camping en Milán, con todo el vecindario extranjero desplegándose; el cristal de Murano recio y pueril del que toda Venecia murmulla; las cartas de helados pseudoFrigo que examinaba y estudiaba en cada país; oír penne a los camareros y probar un pesto casero que nunca he equiparado jamás. Yo era un salvaje del fútbol pasajero en un coche, un indígena español que cuando lo soltaban al llegar a destino, se iba corriendo al campo de fútbol de turno, con la pelota abombada, dura, de plástico, con la que me había hecho en algún quiebro comprando víveres. Hasta que llegamos a Suiza, y fuimos a parar a un camping con lago. Aquello eran diez campos de fútbol con el césped mullido y espléndido por doquier, el reino de la felicidad para cualquier niño pelotero de la península árida. Gasté el campo con mi hermano, chutándonos campo a campo, tirándonos por los aires para caer en esa colchoneta natural y florista. El fútbol en mí volvía, tras una infancia de asfalto y verticalidad, al lugar donde se inventó, la hierba.
Entonces, tras un madrugón en tierras helvéticas, cargábamos el coche, y partíamos rumbo a Barcelona de vuelta, estirando las piernas en algún área de servicio, siesteando en el coche, mientras el cassete de mi hermano escupía las canciones metálicas, lánguidas y futuristas de Mecano en el 86, y medio dormido no sabía que se estaba formando la síntonia de mi vida, ya acurrucado en mi pelota abombada y blanquinegra.

martes, 29 de octubre de 2013

Funerales mediterráneos


Las primeras luces crepusculares a las seis de la tarde en octubre, provocan una atmósfera de solidaridad. Estamos todos en una misa negra de repente, echados de la fiesta de la luz, amarillentos, en esta tarde vestida de ictericia, magullada a los ojos. Nos han quitado un gran cacho del día, y nuestro paseo hoy es una constatación de este hurto colectivo. Nos sentimos automáticamente más cercanos hoy porque todos hemos perdido una realidad compartida, un solsticio entero, que fue ejecutado ayer con la manecilla de nuestro reloj. Las farolas amarillentas son los puntos más densos y enfermos de toda esta penumbra prematura, y en ellas el tiempo es más grasiento.

[...] Amanece y las nubes ya han sitiado el año. La instalación del otoño tiene aire de funeral. La penumbra nos fabrica pesadumbre. En otoño los sueños ya pesan más, eso es lo que nos pasa. La ligereza del verano y la naturaleza plomiza, teutona, del pensamiento hivernal.
En las tierras del norte la penumbra y el frío son otra cosa, son identidad, un órgano adaptado. Los tropicales son seres sin otoño, la antimateria del invierno, no tienen la melancolía que cristaliza el frío en sus fluidos internos. Así que sólo los temperados del sur, los mediterráneos, californianos, y chinos meridionales, hacemos esas canciones de melancolía y hojas secas crepitando. Aquí cada año se da el funeral del verano, días grises de secuestro, penumbra descolocante, oscuridad prematura. Cada otoño nos vuelve a pillar con los sueños al sol, los planes expansivos, las tardes extrovertidas, y viene el crepúsculo a quitárnoslo todo. Es entonces, cuando nos ponemos a trabajar.

lunes, 28 de octubre de 2013

Escritor de anti.auto.ayuda


Ocho de las mañanas, el día arde. Porque arde, en algún sitio, la claridad despistada del día viene de un incendio y de la urgencia perpetua, de una estrella asimilada.
Llevo una media compresiva, que me comprende la pierna y su lenguaje de cicatrización. Huelo a linimento. Apenas paseo. Ergo escribo poco.

Ayer medio vi una película con un prota que se dedica a la autoyuda. Fue en la plataforma que anuncia Fosbury por la tele, pese a que mi imaginario lo deforme, y le coloca al saltador la cara de Panenka. El archivo cerebral del léxico tiene en una carpeta de nombres legendarios a este par de pioneros. Ellos vuelven a la vida de estadios unos meses por la publicidad, y este rescate del recuerdo simultáneo los mezcla indistintamente cerebro adentro, pues uno ha vivido sólo su técnica, la metonimia, ha visto panenkas y nada más que saltos fosbury, y ahora se le aparecen como fantasmas sus inventores con camisa y pantalón de tergal.

Decía, que la peli iba de autoayuda. Los seguidores de esta doctrina diversa y planetaria, con muchos manuales y gurús variados, forman el club de los pájaros heridos. En todos ellos hay una herida psicológica, que contemporizan y ejercen sus curas mediante la lectura y seguimiento de esta literatura. La herida, verdadera protagonista de sus vidas, se queda allí mirando, mecida, templada, embalsamada. Es una terapia, paliativa, anestésica, morfínica, pues a la herida se la trata como terminal.
Nadie se cree esos rollos simplones, ultrametáforas, o metáforas de hormigón, desarrollistas, que no tiran más que del ilusionismo mental. Es magia, claro, como que uno dopa a la realidad con toneladas de ilusión para calmar ese yo insatisfecho y con baja autoestima. Desprenden un olor y un color a secta, y no se basan en otra cosa que en conseguirse el autoengaño propio, colarse esas verdades que mentan al sol, la pureza, naturaleza, sabiduría y olé, como coartada disuasoria y lingüística de un posible fracaso biográfico.

La máxima expresión y mayor éxito contemporáneo de la multinacional de la Autoayuda, es El Secreto. Ese título apenas pretencioso, quiere confesarnos el misterio de los últimos dos miles de años de la humanidad. Tiene aspiraciones igual de megalómanas que el cristianismo, convertir y transformar a la raza humana. Y el secreto alude a un principio psicológico. Igual que la doctrina budista. El deseo. 
Eso sí, es el puto anticristo del budismo, su antónimo. Si el budismo pregona que el deseo es la fuente del sufrimiento, Rhonda Byrne nos ha descubierto que hay que desear a cholón, que si no dejas de desear seguro que consigues todo lo que te propongas. O sea, lavado cerebral continuo y constante, cada mañanita con el cortado, cada bajonazo tras hostia, cómete la cabeza, reconvéncete, verbaliza, "reza" y placa las glosas naturales y espontáneas que tu mente comenta en sus vivencias. 
Coloca esa ortopedia que Rhonda o el de turno ha hecho para ti y cincuenta mil más, esas metáforas protésicas, tan ecológicas como artificiales, que estás imponiendo al transcurrir natural de tu vida. Destiérrate de ella, deja de confiar en tu fortaleza espontánea en esta era herida, y dimite adoptando las recetas de una escritora ya adinerada a punto de retirarse. 

Estos seres heridos, de crisis longevas, paralizan su malestar y le aplican el barniz de la autoayuda durante lustros. Cronifican la herida y las curas de chichinabo, que un niño de tercero de primaria puede entender. Toda crisis es una oportunidad, salvo que cada día nos disfracemos de monje bendito y piadoso. Ningún gurú mesiánico y facilón, nos largará lo que no queremos oír. La parte de que nuestra vida es una puta mierda, que estamos a un paso de tomar recaptadores de la serotonina, y que una parte del mundo siempre estará carcomida por la hijoputez. Vamos, una lectura de la supervivencia. Al contrario, se enrollarán con lo que queremos oír, y la gente les comprará esas chucherías hasta arriba de azúcar, tales como que si no paras de desear una cosa al final la consigues siempre. Ya. Deformar la realidad, hasta deformarse a sí mismo de tanto pintarla, alterarla, y acabar teniendo la mente, o el alma, desfigurada.
Pasarse por la piedra la cadena de trabajo de tropecientos psicólogos, psiquiatras, médicos, por todo el planeta y durante todas las décadas, para hacer caso a un iluminado que dice desvelarte el secreto que millones de seres inteligentes, intuitivos, honestos, se han limitado a aportar una mota en la tinta de su enunciado y no se han hecho sospechosamente millonarios por ello.

Querer ahorrarse bajar a los infiernos propios, y subir heridos, cicatrizados, pero otros, dispuestos a jugarse otra herida, en lugar de tocarse y lamerse la misma herida toda la vida, aquella iniciática de la adolescencia, la de siempre, y no pasar nunca de la tribu de los llorones, los de la belleza interior, los espirituales y los pusilánimes de uniforme rústico y metáforas estúpidas e iguales.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Blister de abuelas


A compensar a nuestros abuelos no llegamos en esta vida. A equilibrar la balanza pasada de egoísmo a nuestro favor, y devolverles vida prestada. Con nuestros padres, sobre la veintena, empezamos a comprender de veras     el expolio que ha supuesto nuestra viabilidad en este mundo. Después de la rebeldía adolescente - penúltimo acto ególatra -, más tarde del combate final por encajar nuestro lugar en el mundo - última ñapa egoísta -, cala en nuestros huesos la evidencia de que no somos más que una criatura explicada por el sacrificio, la resta de una vida, un préstamo desinteresado. 
Opera entonces una devoción silenciosa, hacia la madre, el padre, o ambos. Un camino de vuelta, de reconocimiento, compensación, agradecimiento. Tardamos un cuarto de siglo, hasta atisbar nuestro futuro a resguardo, pero se produce ese click ecuánime y deja atrás la era narcisista y tirana.

Podemos borrar algo esos feos, insultos, humillaciones, que les propinamos en nuestra infancia despótica y nuestra adolescencia soberbia. Aquellos extras de jefes tiranos que añadíamos tras ell@s cumplir su posición de mayordomos y peluches últimos.
Los mismos que a nuestros abuelos, esos padres suplentes, que apenas nos reñían y únicamente traían mimo a nuestras vidas. Que jugaban artrósicos y reumáticos con nosotros, que reservaban parte de su agónica pensión para nuestras propinas, que vestían blusón y lo paseaban a conjunto con el orgullo de tenernos como nietos, y que consiguieron ser para nosotros una fuente de vitalidad-ilusión estando ellos tan cerca de apagarse.

Y se nos apagaron. Se nos fueron en una cama de hospital sin edad para corresponderles. Fue un trasvase de vida sin retorno, unos seres sólo nutricios para nosotros, a los que ni en el más allá con una sonrisa, les importa que nunca lleguemos a homenajearles en vida. La vida está así de mal hecha, la vida nos deja cuentas pendientes para siempre. Nos engañamos haciendo homenajes post-mortem y misas al vacío. Tal vez, los verdaderos deberes del género humano sean evolucionar emocionalmente para llegar a no sólo usar a los abuelos antes de que dejen de existir.

viernes, 18 de octubre de 2013

La indolencia del convalesciente


La rotura fibrilar de un gemelo tiene su qué cinematográfico. Un espectador ve que la víctima se gira de repente inspeccionando quién le ha tirado una piedra. - Quién cojones me ha tirado una piedra? Durante unos segundos se vive la otra realidad de buscar el autor de una pedrada apócrifa, pero nunca aparecerá la piedra en un radio de un kilómetro. Las fibras de la molicie muscular del gemelo dicen basta, y esa pelota de tenis que tenemos tras la tibia revienta y da paso al dolor.

Estoy con la patachula esperando unas 120 horas a una cicatriz que debe personarse en mi pierna izquierda.La rotura muscular en el gemelo es un sainete de la traumatología, no llega a la tragedia de los crujidos de huesos y ligamentos, pero tiene su dramatismo, aliñado con la comedia y ficción del capítulo piloto de la pedrada. Luego es plomizo con el encierro en casa y tirando de muletas, pero con la levedad de poder caminar pronto en el horizonte.

En nuestra época enfermamos menos que antes, y pasamos menos temporadas de convalescencia. La convalescencia era un período otro, ni civil ni religioso, ni laboral ni ocioso, y es un periplo íntimo en que se oscila entre no hacer pajoleramente nada - abandonados a una deriva acostada - y unos brotes de introspección, filosofía y análisis personal al vuelo. Las convalescencias son paréntesis que se hacen nuestros, que todos guardamos en la memoria, porque en parte fue una relación con nosotros mismos, de nuestro yo acostado con nuestro yo esperante, unos momentos obligadamente íntimos, donde se dio un yo puro sin aditivos de otros.

En aquellos tiempos que nos quedamos con nuestro yo, descubrimos nuevas zonas de los días, nuevas series de televisión escondidas, nos volvimos algo más cultos con libros que nos esperaban hace décadas en las estanterías, faltamos al cole y no nos importó en nuestra actitud indolente de enfermos leves, e hicimos turismo a la tercera edad y cuando nos instalemos en ella sentiremos un nexo familar con nuestras convalescencias infantiles y adultas, y el terreno no nos parecerá tan impersonal. Yo voy a por una bolsa del supermercado, para enfundarme la pernera mientras un yo enfermero que me ha salido esta mañana, me ducha y asea.    

martes, 15 de octubre de 2013

Ayeres marroquíes


Desayunarse. Cuando uno viaja a veces comete el desayuno homenaje, esa especie de banquete a las ocho de la mañana obligado por las circunstancias. Es una buena manera luego en casa, de desbaratar la rutina programada de un día anodino.
A mi lado la turista impoluta y de pasarela esperando el segundo plato, comprada a talonario para ejercer de gala cada día.

Vete tú a segregar lírica, tras esta inaguración nefasta, puro recibimiento hostil, en esta tercera venida al exotismo de Marrakech. 
La ciudad aparte estaba otoñal, tapada, sin el líquido lumínico que la autentifica.
¿Qué es la pobreza? Las trescientas súplicas de dirhams por día, que el occidental recibe en Marrakech, ya sea limosna, propina, venta o sobreprecio. Ese afán de dignidad que nosotros no sufrimos.
Hoy iremos a ver algún palacio, de ésos techados de arte. El arte de las celosías islámicas, barroco, redundante y obsesivo. Unas cenefas en celo, mórbidas y en metástasis creadora. Cuando el icono está prohibido, y la expresión recurre a la belleza de la geometría, se fractaliza, retorna a los orígenes simétricos y matemáticos de todo, como un Euclides inverso, moro y tardío. El Islam aporta el geometrismo a la Historia del Arte, la matematizaciòn, y la postcensura. Otros dirán que sólo forma parte de la historia del tapizado. Algun psicólogo esteta responderá que el arte no entiende de escalas ni "maicrodibujos", que todo es arte, y un neurólogo apuntará que todos los obsesivos escriben con letra menuda y tapizan diminuto, por una cepa rebosada de serotonina, asunto corregible en la consulta con farmacopea. Termino el párrafo-Congreso sobre arte y psicología islámicos.

Razones gráficas del viaje aquí: http://www.flickr.com/photos/jordiny/sets/72157636010081945/

Otoño, Año 2


Sábado ocho de la mañana, el mismo lugar, la misma lluvia que un laborable. Pero los sábados son libertos. Días descompresurizados de obligaciones y fichas, así que el día está abierto vagando, sin los autómatas del circuito laboral-colegial.

Llovizna, me meto en la catedral de pinos, techada y alfombrada de pinaza. La penumbra, aquello que no existe en verano, se ha activado hasta los abriles. Y con ella ha covariado nuestro ritmo, frenándonos levemente en esta cuesta estacional de oscuridad. Nos vamos recogiendo, a una alcoba de intimidad, cuesta arriba, quincena a quincena.

El otoño estaba atascado en un canalón. Se colaban los nubarrones, la lluvia, pero el calor hacía de tapón y no lo dejaba llegar. El otro día un viento animoso lo trajo, y se le oía llegar con todos sus cachibaches rozando las hojas. El contador de costipados ha empezado a rodar, la cadena de produccion de antigripales ha acelerado el proceso, comienza este complot multianual contra la garganta.
Y los mariscales de la tierra ya decidieron su táctica campesina. Adelantar las calabazas, año lluvioso, anticipar hortalizas, hasta la nueva junta intuitiva de invierno.

Acudo a las avenidas de la playa en octubre, deshabitada, nueva y laboral. A la hora en que los tellinaires rascan el fondo del océano en sus barcazas y lo despueblan de almejas, mientras las aeronaves los sobrevuelan rumbo a Manila, Copenhague y Ulan Bator. La orilla es una especie de feria para Kobe, donde las olas y los bañistas le han dispuesto porquerías y chucherías varadas que el gorrino degusta.
Un año después, el catálogo del clima se reedita en estos cuadros líricos de un colono, en su aldea de un delta urbanita y aeroportuario.

jueves, 10 de octubre de 2013


Puede ser que se escriba mejor después de los terremotos biográficos. En la resaca de las desgracias, parece que el sismo haya centrifugado de alguna manera el contenido de la cabeza y todo se haya vuelto miscible. Algunos psicodélicos actúan como una mujer de la limpieza, extraen todos los cajones del archivador, los limpian por dentro, retornan el contenido nunca en la misma disposición de antes, y en tu cabeza van saliendo pistas y aromas olvidados.

Tras los penares hondos, la cabeza también se funde, se mezcla, cambia sus coordenadas. Entonces se supura más literatura, con esa mirada nueva, reconecedora del terreno, pues la introspección no tiene otras lentes que su status quo, ahora transmutado. El sismo acaba con el último crujir que es expresión, sentencia, literatura sintomática. Llámalo noticia, periodismo íntimo. Las desgracias emiten fortuitas esa frecuencia postrera e inspirada, un perfume sabio y convalesciente, que es a lo que huele el amanecer de un restablecimiento.

martes, 8 de octubre de 2013

Jobs


Ayer noche me meto en los setenta, tanto al cruzar los pasillos del cine Verdi como al llegar a la sesión de Jobs, biopic del Hacedor del Iphone. El mundo tenía que despegar en esos años de visillo y felpa marrón, con rastros de un pasado cazador y campesino. Los setenta tenían que detonar y explotar, para empezar a mecanizarse y convertirse en una locomotora electrónica. La sociedad de la información iba a dejar su estadío medieval. 

Esas entrañas revolucionarias fueron encarnadas por muchachos como Jobs, Gates y Wozniak, que pasaban por allí, por los setenta, con personalidades tectónicas capaces de generar imperios en el comercio de algo, que aún no existía. Impactan esas personalidades enormes, abisales, que llegan donde no alcanza el resto, pues se agotan más tarde o más profundo que ellos. Jobs era visionario e hiperdeterminado, sus ensueños tenían la cólera de la realidad. 

Aparte en esos años, la juventud de los veinte, se da una época biográficamente palomitera. Es el período voluble de los horizontes, cuando ninguno de nuestros futuros está escrito, y tocamos casi todos los instrumentos. El brío existencial conserva la voluptuosidad de la infancia, somos polifacéticos en potencia, y podemos acabar como empresarios a los 23, músicos a los 21, ingenieros colocados a los 28, padres mileuristas a los 26. La década de los veinte tiene un eco de ruleta, es una época palomitera de nuestro futuro. 

La película entonces va de cómo se engendró la mayor empresa del planeta y también va de unos chicos de California que toman ácido y luego montan circuitos en un garaje, y llaman manzana a su ventura empresarial.
Se ve a Jobs cargando con el teléfono de rueda como hacíamos nosotros para hablar desde el jardín, con todo el cable atado al terminal recorriendo el pasillo, mientras negocia sus primeros contratos. Allí vemos la estampa más prehistórica de la película, y como el transformador de la tecnología se subsume en el mundo que hará obsoleto.

Después uno se acuerda de la planta de los escrúpulos y de lo escaso que Steve Jobs se alimentaba de ellos, más que de vegetales. Algunos dirán que sublimó la empatía hacia los suyos por una empatía universal cifrada en los productos de Apple, que mi Iphone me da a mí lo que quitó a su hija o a sus amigos de infancia. Bizarra ecuación afectiva. Pero ver vulnerar las leyes más básicas de las relaciones humanas insectifican a Steve Jobs, lo cosifican, hacen verlo como un especímen empresarial, un eslabón perdido o separado de nosotros, igual de genial que inhumano. Te queda una sensación fría de ver que el genio era un monstruo, que también era una víctima más de sí mismo.

lunes, 7 de octubre de 2013

Inicio curso literario


Primer lunes de octubre, 10 de la mañana, Barcelona. La urbe, con esa matemática de metros, avenidas, ensanches y parquímetros. Matrices tiralineadas, cuadrículas consabidas por sus habitantes y código abstruso para los turistas, que apenas tienen 48 horas para hackear las claves de la ciudad, sus mareas y remolinos silvestres.

El teléfono móvil de nuestros días ha mutado a otra cosa, ahora deberían llamarse intercomunicador. Hace las veces de contacto permanente con los demás, con la realidad. Este apéndice plano y cristalino, se ha convertido en un órgano, es nuestro terminal informático o nuestro sexto sentido. En mí aparte es taller literario. Pero sirve de intercomunicador instántaneo con los nuestros, de capturador férreo de vivencias como una hipermemoria antes no vivida, de consola inmortal ante el tedio del trayecto en autobús o ante los umbrales del sueño en la cama, de enciclopedia portátil en la pernera del pantalón. Es un pequeño gadget de Pandora, cónyuge, hasta que la batería nos separe. Con un asistente de voz que supera otras inteligencias humanas sustituibles. 
No es bueno ni malo, sino lanzado y amoral como todo lo vertiginoso. Pero es pequeño, reductor, empequeñecedor, byteano. Tiene el riesgo, la inercia de los embutidos. A veces parezco poder meterme empezando por la cabeza, en este rectángulo de cristal líquido.

¿Podemos hablar ya de barrio hindú en Barcelona, o todavía no nos hemos dado cuenta? El pequeño Peshawar ravalea en Barcelona y sólo falta que el alcalde bendiga con la espada la nomenclatura. Porque barrio paki suena mal, paki es homófono de paqui, la coles, y son hindúes mal que les pese. A veces veo un comercio no originario de la península del Indo por estas calles.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La infancia, así en su conjunto


La niñez, así en su conjunto, es un bloque sencillo, remoto, descafeinado, y esotérico. La infancia se activa mentalmente como las dinamos, por fregamiento. Nos rozamos con objetos del ayer, sintonías, personajes, lugares, de aquella época, y nos teletransportamos por instantes a esas coordenadas mágicas. Revivimos el mito. Usualmente la evocación de la infancia vive en su departamento, en el barrio emocional de la mente, empapada de nostalgia, pero ya extranjera al presente, una maqueta viviente que ya no será y no hace falta asumir.
Es una era mitificada porque éramos diminutos y el mundo de afuera era igual de grande, es la época en que experimentamos la magnitud amplificada del mundo, doblemente monumental por grande y por nuevo, descorchado, inagural, virgen.
Al adolescente al agrandarse, le da por comer el mundo, con su brío y crescencia estrenados. El niño simplemente lo puebla, lo ocupa, lo agarra dramáticamente.

martes, 1 de octubre de 2013

Apuntes de Madrid


Transbordo de tres días en Madrid. Camino a la feria del libro viejo en Recoletos, 30 vallisoletanos de temperatura por las calles. Esta ciudad tiene un aire pretoriano, capital de policía abundosa. Aquí ha cuajado el fenómeno de una derechona fémina. Me topo con un banderón de sesenta metros de alto plantado en plaza de Colón. Preside todo el expolio americano que hizo rica a España por única vez en su historia. Es el colosal símbolo de un síntoma, un complejo tan grande como la bandera, ya un fósil imperialista. Presumir de colonialismo es de pobres. Es una escena más del paisaje europeo contemporáneo de "la decadencia de los imperios", tan palpable en Inglaterra, ahora remediándose en un Londres funcional, minimalista, postmoderno y pragmático.
Porque un viajero no deja de quedarse estupefacto con la inmovilidad estética de Madrid, todo ese centro cutre, provinciano, anticuado y barato. Salvadas sus tascas y los establecimientos clásicos, resisten locales y tiendas con mal gusto, jamás actualizadas, como un este europeo sin posibles ni ambición. Hay zonas comerciales rumanamente cutres, no renovadas desde Montreal 76. Luego, a las partes lóbregas, descuidadas, sucias, de todas las ciudades, les sienta mejor un gótico que un urbanismo impersonal del siglo veinte. El sábado viví un cuento cáustico al comprobar que éramos tres turistas paseando Madrid, pues a las once de la mañana me topé con un par de grupos en un extremo, y a las seis de la tarde en la otra punta me los volví a encontrar solos y secuenciados. Madrid es cosa de tres turistas y dos tablaos. Eso sí, son seres dicharacheros y más extros que los nororientales, que nos movemos con una pátina nobiliaria algo aislante queramos o no. Me quedo con esas calles menestrales de San Bernardo, empedradas, parisinas de campo, vacías y transitivas, donde el día es más largo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Día en Marrakech


Dejamos el Riad tras desayunarnos y cruzamos aledaños. Aledaños con el color sonrosado de sus casas y pintadas que versan sobre el fenómeno Barça. Pasan mujeres moteras en vespino y burka integral, como kamikazes del Islam. La ciudad está desprevenida, todo se está desperezando como un pueblo dormilón, la rutina aquí no empieza hasta las once. Ayer, como todos los ayeres del año, hubo resaca para todos, la noche entró en el día siguiente con el festival de la plaza, y las tiendas abrieron en su noche de verano eterna.

Nada que ver con la franja horaria en nuestra llegada, entonces se daba la vitalidad de la hora punta vespertina, aquí hora lanza. Motocicletas en caravana adelantando a carros con borricos y turistas por callejuelas del zoco, desbandadas de niños pájaros por las aceras, un tráfico de carreras de autos locos con guardias vencidos, y una multitud apabullante y frenética que amenazaba nuestras pautas y el orden septentrional de las cosas. Encima sin cámara que es cuando el turista pierde el escudo. Toparse en general con una mirada colectiva muy macho, muy quinqui, poco agraciada y tosca.

El olor de Marrakech es una guarnición perpetua del viaje. Un olor peculiar, mezcla de ingredientes y notas concretas. El olor agro, capril, la nota a alcantarilla no resuelta, algún eco de especie, el hedor avino, a ave colgada, la fragancia del cuero comercial. El olor sobresale de un segundo plano en los flancos del viaje, en sus bajadas, endosando una atmósfera rechazada por nuestro olfato europeo.

El despliegue de los tenderetes de cena en la plaza, sus esqueletos metálicos, y dando con su humo un aire sacramental al atardecer de toda la ciudad. El humo sacraliza, engrandece una escena y cubre de solemnidad una tarde cualquiera. La gran plaza hierve de vida, la solución del laberinto es un latifundio abierto y antípoda.

Fragor ambiente


Mis manos apoyadas en una barra de latón en Jamaa el Fna, la canícula en las espaldas, pedida una tisana en el tenderete 95 de la Plaza. Los locales comen a mi vera con las manos, mendrugos de pan ácimo mojado en sopa de garbanzos. Alrededor todo es una algarabía, doscientos operario-camareros-chef levantan sus negros tenderetes metálicos, entre ires y venires, humaredas descontroladas, e interjecciones con prisas. Ninguna descripción ni relato vale en esta plaza sin el audio que la acompaña. Fragor, un fragor sonoro sempiterno: la percusión perpetua de fondo, las trompetas bereber que lanzan cintas de música exótica en la lejanía, el murmullo constante, el mercadeo de palabras, la torre de babel de idiomas en una misma frase simultánea, el chocar de los cachibaches, los alaridos llamando a la oración, nuestras exhalaciones evaporándose al cielo. Parece que la plaza se cueza doce horas cada tarde-noche, a fuego lento, con este hervidero sonoro. El tam tam perpetuo le da un cariz militar y anatómico al lugar, y la plaza late durante horas cada segundo, mientras los foráneos se contagian de esta pauta enérgica y decidida. La música orquestada de instrumentos y cocinas, es la resolución de la vida cada tarde. Tensionada, incisiva, marcial y perpendicular. 
Encantadores de serpientes, sacamuelas, macacos con pañales, niños boxeadores, tatuadoras de henna, aguadores, cuentacuentos, pasteleros de especias, caracoles a la brasa, cobras por los suelos... todos ocupan su puesto en la plaza y cada santo día es un festival y la noche aguanta ahí arriba como si fuera la última de la vida.

La noche morirá entre humos sacros de freiduría, en esta pobreza miniaturizada y folclórica, donde nuestra visita constata una asimetría lesiva. Somos los marqueses del norte que venimos al parque de atracciones y a veces conseguimos empatarles a dignidad. El Estrecho, conseguimos hacerlo Foso y cercenar cualquier tipo de parentesco burgués con nosotros, el Foso de Gibraltar es esa calle que separa el tercer mundo del segundo.

martes, 24 de septiembre de 2013

Malvenues


Desvelo en Marruecos. Salgo al patio de este Riad, en silencio noctívago, mientras la garganta de la ciudad se ha apagado y ya no ruge. Marrakech hoy, nos ha dado la malvenida. Un país que quiere al turista tanto como lo odia, como una mala suegra. La mafia taxista del aeropuerto te deja a las puertas del laberinto, a menos que pagues el doble. Es una ciudad que sobrevive por los turistas pero donde los bacilan hasta el punto de colocar indicaciones oficiales erróneas. Entonces ya eres presa del laberinto en espiral que son sus callejones y derbs para un foráneo, y es un no parar de informadores turísticos de paisano ofreciéndote su amabilidad y marcaje al hombre para llevarte a una puerta recóndita sin letrero que se supone que es tu Riad, hotel típico de la zona. En nuestro caso, un espigado adolescente que al darle de propina la mitad de lo que nos había costado el taxi, nos ha tirado las monedas como a un pitcher, y nos ha amenazado que en la calle ajustaría las cuentas, todo ello en la puerta del Riad mientras nuestro empanado anfitrión parecía estar conchabado con el asaltacaminos. Luego, se nos ha dado la habitación que casualmente no tenía nada que ver con la descripción de la reserva y además ofrecía una cama de cartón piedra, acojonante, y la sensación al estirarte no distaba de la del mármol. Al explicar que no éramos fakires y que la cama de mármol era muy exótica pero que ni su puta madre, pero una muy muy puta que lo hacía por vicio, no podía dormir allí a menos de quedarse como el Pozí, la respuesta de la encargada de ese Riad verbenero e ilegal fue: os jodéis. Y si os vais, sus pagáis las tres noches, que las camas de mármol son de un mantenimiento bárbaro. 
Así que, lanzados a las calles de nuevo, entre orín y ese olor a cabra del lugar, fuimos cargando nuestras maletas, que no entendían nada y sólo querían irse. Sin hotel, en el siglo veintiuno entras a un cibercafé y rediseñas el viaje en un santiamén. Nueva reserva y nuevo periplo por el laberinto de la Medina. Cuatro horas después, nos instalábamos en esta ciudad, que ahora ha caído y calla, hasta que el próximo muhecín propague sus alaridos por los megáfonos llamando a las filas de la oración.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Earvin Johnson


Traído por las ondas hertzianas, encendías el televisor y aparecía un tal Magic Johnson. Era la versión lograda de un tal Maravilla López que aquí nunca existiría. Después inventamos nuestra propia manera de llamar a los genios del deporte, aquí tendríamos a Javi el del quinto, Xavi, el primer trasplante de metrónomo a una carrera de fútbol, porque todos sabemos que Xavi es biónico antes que humano.
Estados Unidos era eso, un Johnson cualquiera llamado Magic, que debiera venir del espacio para las cosas que hacía. Esa falta de respeto tan maravillosa a la competición, ese romanticismo entre las espinas del estrés, ese color amarillo que ya históricamente asocias a la magia. Un gigante de raza negra vestido de mago. Mejor que todo el resto por unos axiomas románticos y de sonrisas, revolucionario y zambo, con la brutalidad de jugar de base midiendo 2,06. Tal vez la historia del baloncesto explotó en los ochenta como un rito adolescente, pero sólo ellos tienen una flamante obra en Broadway, dedicada al mago y su archirival raza blanca tirador, con aspecto de granjero y nombre de pájaro.

Vimos llegar al primer hombre, americano, a la Luna, y ahora veíamos con la misma superioridad como se colgaban tropecientas medallas en los juegos de los Ángeles, y como en la misma ciudad existía un hombre avanzado a su tiempo doctorando en el showtime. Puede que porqué eran de color muchos, porque todo tenía pinta de extranjero y otro, porque salía de la televisión igual de virtual y ficcional que las series y dibujos, no tomáramos conciencia de la distancia real entre aquel país y nuestro recoveco mohíno con una televisión austera de madera en una sala de estar con aire de establo. Mucho mecanismo de defensa de su imagen tuvo que provocar España en el siglo XX para sostener un orgullo patrio de a pie, ahora expuestos internacionalmente en los ochenta.

Nosotros robábamos noches cerca de las estrellas. En el deporte los equipos virtuosos nos regalan el idealismo de los dibujos animados, nos ofrecen un paisaje de cumbres de lo humano que te hace creer en un horizonte mejor y posible. La competición tiene vasos comunicantes entre ligas y países aunque no lo parezca, así el ejemplo de un equipo de leyenda espolea al resto del planeta, y acaban saliendo aprendices de genios en lugares remotos. Esas inyecciones verdes y angelinas también fueron chutes para varias generaciones en el baloncesto europeo.