lunes, 29 de octubre de 2012
La existencia mentalizada
Earl grey. Rebobinados una hora por el ahorro enérgetico, el tiempo verdadero corre una hora después, ya en otra dimensión, y poco a poco se aliará con la oscuridad para escaparse aún más del verano, en su versión de fuerza traidora y rebelde.
Sólo diré, que ahorramos unas perras sí, pero nos joden la vida segándonos las tardes, cortando la cola paseable de los días, enladrillando el día, tapiándolo. Nos retiramos a casa como osos en procesión y la tasa depresiva debe equiparar los costes del ahorro lumínico. Todavía no está escrito en la tabla de los mandamientos de la OMS, que la luz gobierna nuestras vidas como un presidente vitalicio, y si bien no hacemos la fotosíntesis, la luz dispone en ministerios de sueños, hambre, conducta sexual, estado de ánimo y rutinas, vamos, que someternos al régimen lumínico de los mares del Norte es suficiente argumento contrincante al ahorro energético como para que haya un debate. Toda esa luz de las 8 am, para un mundo sobado que se la trae al pairo, sobra. Las hordas de turistas de los mares del norte que se cuecen como gambas en nuestro estío, es el argumento ontológico de lo que padece nuestra alma vegetal en inviernos de luz de medianoche.
Y este octubre no se acaba nunca en este blog, y bien que hace. Al earl grey bañado en bergamota le queda un cuarto. Ayer certifiqué la cátedra de psiquiatría que emite cada domingo Gandía Shore, mi vertedero intelectual. Consumo programas televisivos a los que la gente le echa ascos, pero la visita al zoológico sale gratis. Tal vez Darwin no hubiese zarpado con el Beagle si hubiese tenido un mando de televisión a su alcance. En Gandía Shore se transpira una realidad preocupante, lo endeble de la psique de estas nuevas generaciones. Una debilidad de paja, de primera casa de los tres cerditos, frente a las adversidades psicológicas. Como si la mutación de la educación recia, que ya no se lleva, ni la masoquista de nuestros padres, prolongasen todavía más las cotas de la adolescencia. Por difícil de creer que nos parezca, si nuestra generación ya amplió la edad adolescente y la dependencia paterna unos cuantos años, a este ritmo plasmado en los yogurines de ahora, el adolescente puede seguir siéndolo hasta los 30 años, y alargar su cordón en casa hasta los 40.
El progreso parece que sea un estirar nuestras vidas. Porque la esperanza de vida irá subiendo hacia los 100, y entonces como que las edades se ponen en su sitio a la vez, y se es niño hasta los 15, adolescente hasta los 30, pseudoadulto (la estepa indómita), hasta los 42, nos jubilamos a los 70 o 75 a este paso, y jugador de mus hasta los 100.
El chip inteligente del progreso -de la leche vitaminada y los danacoles - reprograma las edades del ser humano como una hormona inoculada en la sociedad. Y produce adolescentes blandos que necesitan más tiempo para solidificar sus psiques, todavía volátiles a los 25. Esa ternura de la mente, da más cabida aún a los intentos de endurecerla mediante farmacopea, química, drogas. Porque también en la evolución de las generaciones parece que la farmacopea juvenil tiende a crecer a lo alto y ancho, superando listones previos como los récords atléticos caen, pese a ser cimas de tiempos, difíciles de ser vistos como obsoletos.
La existencia se estira como una sustancia chicle, la inmadurez o la libertad - llámenlo como gusten - retrasa su tiempo de cocción, como si la sustancia vital fuera más diletante, o especulase más. Y es así. La vida sube de valor, se aprecia, y con ello la especulación de la misma, su mediatez hipertrofiada.
En la edad recia del mundo, los arañazos y jirones constantes de la vida, reducían la mentalización de la misma. La gente pensaba, imaginaba y soñaba menos, tenía que bregar más, eso entiendo yo como mentalización de la existencia, el mayor protagonismo de la mente, de la psique, en la vida de las nuevas generaciones. Tal vez los recios fantaseaban, pero eso es como muy de niños, un erupto de delirios hacia afuera, y suele ser más sano que desear.
Lo que vengo a decir es que la mentalización de la existencia, paralela al progreso material, provoca una inversión de los problemas existenciales del plano físico de antaño hacia el mental. Cada vez más nos hacemos más pajas mentales, somos más neuróticos. Cada vez más los niños y jóvenes caen presa de turbulencias mentales que requieren de intervención sanitaria. Los educamos amorosamente y les dotamos de una cultura que se plantea el poder especular con el futuro, elegir trabajo, elegir parejas, diseñar la propia vida. Nadie predice estas crisis, baches económicos de órdago, ni nadie educa creyendo que este mundo es una sucesión de trampas históricas. El mero hecho de que se les extraiga el pilar del empleo en esta sociedad tan tecnificada y que tanto ha progresado a nivel material, es como arrancar una pierna al joven, que necesita trabajar, no sólo para ganar dinero, sino para mantener una existencia ordenada y ocupada, porque las existencias gruyère, con tanto espacio libre de por medio, acaban desquiciando al que las vive, y carcomiendo al joven tierno que debuta expulsado en el minuto uno del mundo adulto.
Y entonces vienen estas chicas de veraneo en Gandía, que se enamoran en tres minutos, se declaran en cuatro, se despechan en el seis, y en el ocho usan a un zambo para fornicarlo y volver al minuto tres, volviéndose a declarar al primero en un triángulo ya de las bermudas que activa el busca de un profesional de la psicología. De momento, Traumatología Shore ha sido lesivo en dos jornadas de tres si no yerro: un dedo fracturado en una caída, un autodesplome burro, por la turca fenomenal que llevaba, plass, al suelo de boca, porque sí; y un taconazo patada de karate al salir de una discoteca por pelea callejera entre borrachas. La juventud lesionada. Pero en su sitio. Han cambiado las escalas, y aunque nos cueste entenderlo, las varas de medir. La juventud ya es más larga, y sus estadios, a la fuerza, más inmaduros.
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