Hay tantos tés posibles cada mañana. Porque todavía tiene una preparación arcaica, nada instrumentalizada como su primo de la capital, el café. El té es aún de provincias. Que si la cantidad a granel se pone a tientas en una bola-colador, que si el agua se calienta a ojo, y su cantidad también varía. El clave tiempo de infusión depende de los quehaceres del momento, que lo apresuran o lo retardan. Finalmente, el golpe de leche gradualizará su cremosidad y textura, y la estocada final del edulcorante depende del pulso ejecutor. Seis variables arbitrarias de la mañana que se suman a la séptima, la propia variedad de té negro. Un desayuno provinciano de siete cabezas.
Hoy certifico ante el té sorteado a las circunstancias de hoy, que me gusta un tiempo de infusión prolongado, ya que otorga más sabor a cambio de una aspereza vegetal de la hoja de té, que permanece en la lengua, incluso pasados varios minutos. Un té con leche mascado.
El color del agualeche, si tiene una veta dorada en el beige, si recuerda vagamente por un instante al oro, es que es un té noble como el brillo de un café con solera. Contienen la frescura de la planta aún guardada en su polvo, un té con su pequeña alma.
Estamos sumidos y amnésicos de nuestro lujo. Como a un emperador de antaño, el té me llega de Ceilán, de la plantación Saint James del valle de Malwatta. Un té extendido y asequible mucho más barato que las cápsulas de café.
Me quedo con haber encontrado un acompañante familiar, de las colinas de Sri Lanka, y el pequeño milagro de tener sus cenizas en mi cocina.
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