No levantarse fino, viene a ser como no levantarse afinado, entre disonante y mudo. En la trastienda de las carnes y las neuronas, ya se alinearán los líquidos para conseguir el afinamiento.
Uno es reo de su biología, o al menos tiene libertad condicional. Éste es el mundo interior, mal que nos pese, y colisiona con la belleza interior cantada en los alegatos de las derrotas. La belleza está en el interior, agazapada, también junto a la maldad, la perversión, la generosidad o la nada expresiva, todas están ocultas tras unos arbustos neuronales o la frondosidad de los gestos.
Pero siempre detrás de la fachada, la marca, la corteza, el porte, el vehículo, el título y el resumen, la versión breve y permanente de cualquiera. Es un eterno dilema no resuelto ni que se resolverá, donde ningún bando, ni los esteticistas ni los interioristas ganarán su batalla personal. Hay feos redimidos y guapos condenados.
Eso sí, existen dos ecosistemas como dos soles, incompatibles para cada bicho, las distancias cortas y las distancias largas.
En el primero la máscara del feo pesa toneladas, y en el segundo la máscara de la gente guapa se va demacrando. Obviamente, en medio de los dos polos están los guapotes y los feotes, con su kit de recursos interiores más o menos adquirido en kioscos experienciales, previo pago sudoroso.
A no levantarse afinado, a veces ayuda el té. Fui una persona escasamente cafetera y parca en estimulantes. La sofisticación de las monodosis me acercó al café un par de años. Y luego me pasé al té. Con leche. Es así el hermano rubio, asiático y frutal del café.
La infusión caliente con leche que todos parecemos necesitar para un desayuno ordinario, creo que es un acuerdo entre nuestro cuerpo y los hábitos, una manera de pactar el madrugón, el arrancar al cuerpo de la cama, encenderlo y mantenerlo en unas rutinas. Una especie de elixir del trabajador o facilitador metabólico (continuará)
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