Reno era un coleccionista de mujeres, ristras de cromos llenas de polvo y desmemoria. Era un ser pequeño que tenía que muscular su ideación, para compensar todo lo ancho y alto de corpulencia que le faltaba. Lo atacaba todo, y siempre llegaba al área chica de la genitalidad a punto de cruzarse. Pero un día dejó los bártulos, de conquistador. Plegó. Se fue de vacaciones a una península del Este, a continuar su asedio y saciar su libido mimada. Fue de puntillas sobre algunos cadáveres sensuales más, y un día su maquinaria se enganchó a un saliente en un concierto con figura de mujer. Una más, otro argumento a deshechar en breve, pero en ese momento tomado como si fuera el último, como hacía siempre. Las mujeres eran para él un granizado, donde absorbes todo el gusto refrescante y luego te sobra todo ese hielo insípido y sordo, porque para eso ya hay que tener cierta empatía con el granizado entero, traspasadas las rentas.
Se encasquilló, no porque estuviese ante una criatura excepcional, sino porque iba a resultar un argumento megalómano, una historia suficientemente extensa e intensa, como para cubrir como una manta amnésica su existencia donjuanesca, mientras viviría enfrascado en trámites, aventuras burocráticas, equilibrios financieros de fin de mes, y una fina elaboración de una plebeya a princesa digna de la más eficaz ONG.
Ella y su cara, de cromo más buscado, habían conseguido prender la mecha, hacerle resbalar en la laberíntica historia, y como en un tobogán rocambolesco las manos arriba al viento no se acordaban de los cuerpos de las mil mujeres de la calle de atrás. Tenía bastante con traer a su casa a una muchacha con hijo de un país no reconocido por ningún organismo oficial, que además estaba en paro y no tenía noción de ello.
Pasó de usar a todas las mujeres, a remediar la vida de cabo a rabo de sólo una de ellas, de repente, en una existencia bipolarizada, como un aniquilador de ovejas, que se carga las 99 de un rebaño y hace reina de la montaña a la que queda.
Todo ha ido tan rápido que Reno todavía patina el asunto y sigue hacia delante. Como en una escapada del rugby, se ha ido zafando de la coherencia embarrado en una aceleración ciega. Pero el placaje, capitular y cruel de la vida, puede ser noqueante, sangrante de humillación.
Se lo puede saltar mediante locura, o bien asumir que a la vida le ha empezado a jugar a rugby, en contrasentido, entre quasimodos y ráfagas aceleradas de sentido con antifaz, mecido en un caos sin ojos, pero sintiendo sus piernas, las únicas sabedoras, que puede llegar a la línea de ensayo y salvarse, aunque sea a base de golpes y ahogos.
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