miércoles, 31 de octubre de 2012
Empire State of Mind
Para los amantes de la ciudad de Nueva York, entre los cuales me incluyo, la novela histórica de Edward Rutherfurd es un santo libro de mil páginas que obliga a declinar otras obligaciones y finiquitarlo a razón de 250 páginas al día. Fiel a la historia de la ciudad que ilustra, narra entretanto las peripecias de las generaciones de varias familias, escogidas según el mosaico cultural que tratamos: holandés-inglés-irlandés-italiano-hispano... el tuttifrutti neoyorquino.
Nueva York puede que me guste por todo y por nada, ciudad que asalta la evocación de tarde en tarde, así, indefinida, el recuerdo nostálgico de una calle cualquiera, sus inequívocos paisajes callejeros. Sobreviene su estructura, su osamenta, las hechuras urbanas de Nueva York en cualquier avenida. Europa tiene en su calle el toque como de parque, ajardinado, de trazo fino, hasta con aceras embaldosadas. New York tiene un toque grueso, poligonero e industrial en su justa medida, combinado con sus letreros, maderas y luces autóctonos, soñados un siglo en Europa pero elaborados desde cero en Norteamérica. El estilo de la señalética comercial y callejera de Estados Unidos es tan diferenciado de sus colonizadores como el tango de lo español, es otra historia. Y asoma en mi cabeza ese vestido urbano, que cubre aceras XL nada maquilladas, donde nadie es de la ciudad y a la vez todo el mundo se siente de ella. Nueva York es un invento migratorio de éxito, como todos los Estados Unidos, un matraz casual que corrobora las desventajas del sedentarismo forzado europeo.
El ser humano tiene un sentido escénico, una pequeña capa que lo recubre que ama los escenarios, se le graban, y no olvida lo bien que quedaba su silueta existencial en ellos. Nueva York puede que nos entre en canal por esa rendija escénica, es un paisaje sin parangón, un acontecimiento único en sí mismo pasear sobre ese escenario singular y tan alejado de cualquier otro vivido aquí, callejear Nueva York es una experiencia visual en ella.
Como nos impacta una puesta de sol violeta y amarilla sobre el mar, y la secamos con los ojos hasta que se esfuma, Manhattan nos permite el espectáculo continuado para los ojos. Después está todo el exotismo camuflado, todo lo que parece una ciudad como las nuestras y acaba no siéndolo, sorpresa tras sorpresa, justificando los siete mil kilómetros de distancias entre ambas sedes. Y ya en casa, nos abordan los recuerdos tan europeamente distintos, una alternativa escénica al día a día tan poco consumida por nosotros, a estrenar - que se lo digan a P. Guardiola -, una cotidianeidad exploratoria, el descubrimiento de América en nosotros, frente a la probable rutinización de nuestros escenarios locales ya manidos.
Nueva York me enamoró, fui súbitamente feliz, en una segunda cita la vi afeada, y quizás por eso me fui a vivir con ella. Aguantamos un mes, nos separamos civilizadamente. Y luego nos veíamos cada año como buenos amigos, paseándonos todo lo que podíamos. Leo ahora todos los libros que puedo sobre ella, la miro desde apps y fotografías, y como ya hace más tiempo que no nos vemos, me invaden esos recuerdos indefinidos y cualquiera de novia, horneando una próxima visita que acabará en algo obligatorio el año que viene, continuando nuestra historia.
[hasta el "jordiny" identificatorio de esta dirección web se debe a NY]
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