Veo por un facebook ajeno, que Gerard Piqué Bernabeu se ha dejado bigote. La metafísica puede que haya muerto en nuestra época, el arte, la religión también, quién sabe, pero lo que es clarinete es que el bigote sí ha muerto, que su existencia fue segada de la faz de la tierra en el camino a los 90.
Y es así, la vida bigotera bien no tenía nada que ver con estos decenios dejados, era en parte su antiesencia. El bigote era el vello en portada, el "Wanted" de la cruzada por la extinción del pelo, el subrayado pelurcio de la cara, la cutrez mustachil setentera estampada en el jeto. Era como un atentado a la estilización, a la modernidad, el unicejo de la expresión.
Todos los afeitantes universales, todos los mozos alguna vez tras el golpeo de la cuchilla contra la porcelana, o tras disparar el soplido a la máquina de afeitar, hemos flirteado con un look bigotero, hemos inmortalizado la osadía como Piqué, más por el chascarrillo, y hemos votado no al bigote luego en esta mayoría absoluta de nuestros tiempos, segando al susodicho.
Todos tenemos dentro un bigote al cual no ha llegado su tiempo, su revolución, su estallido estético. El imberbe gana al hirsuto por goleada. Un bigotudo es un revolucionario hoy en día, un mostachudo un cocinero mejicano que nunca ha leído a Nietzsche. Es una era abigotal, depilatoria, bebeculera.
Tal vez un piloso labial superior vuelva a ser tendencia y de repente se ennoblezca, como en su día las patillas retornaron y se volvieron cool para quedarse y extraer depuración al lapso de los ochenta.
Dudo que lo consiga el bigote fino, el sutil, aquel que en alguien alrededor de los veinte catapulta al ridículo inmediato, veáse Theo el hijo de Bill Cosby y su aberración biográfica indeleble. El bigote en el adolescente siempre ha sido un enemigo, que en los casos más extremos requiere la intervención del agua oxigenada o si empeora la del trabajador social.
Si llama a la puerta el pródigo bigote, será uno con cuerpo, grotesco, afirmándose de nuevo tras el ostracismo. En la convención republicana de bigotes del nuevo mundo, que también la hay, sus señorías mustachiles elegirán a un representante atrevido, labrado, con cierto relieve, reviviendo con nostalgia el icono vigente de Tom Shelleck.
Quizás a esta mascarada le falta una operación estética de madurez impostada, un turno de masculinidad, y una reconciliación con versiones pasadas de la máscara.
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