jueves, 18 de octubre de 2012

La úlcera cósmica


En el mundo de los antagonistas pocas veces se ha llegado a las cimas pintorescas del caso anti-Norris. Hacer un molde de lo analizado y salir a la calle a buscar todo lo contrario. Ese escaneo desesperado no obstante, nunca encontró el Dorado antes que el bueno de Audi se retirara.

Pues bien, jugadores afroamericanos de Missisipí aparte,
permitidme un brinco temático a la psicología, y después volverá Norris.

Viajemos al centro descarnado de la soledad. Todos, tenemos un agujero cósmico dentro, seres horadados con una fuga de soledad amenazante, que se parchea con la compañía vecina de forma suficiente la mayoría de veces.
Pero la percepción real de existir una última cuerda donde estamos completamente solos en esto, es una remota llama perpetua en lo más hondo de nosotros.
Al igual que se oye crecer a los hijos, también se escucha el vago rumor de esa llama de fondo, en último plano.
Pero si un revolcón de la vida la hace precipitarse al primer plano, el incendio de la pequeña llama ya gime y suda, cuando el agujero insondable que custodiaba se empieza a sentir como un abismo enfermo. De la soledad parten todas las enfermedades posibles.
Tenemos una sed del otro como un instinto, como una cuestión de supervivencia más, porque hemos crecido de forma celular y social, y vienen a ser fundamentos de la vida igual de últimos. No es el existir solo, es quedarse solo.

La soledad es una sombra funesta de nosotros que nos acompaña. De niños no necesitamos parapeto para la intemperie cósmica, porque la llevamos a flor de piel. La respiramos entre sonajeros, aparece en la atmósfera como una palpitación, y rompemos a llorar indefensos. El juguete, el juego, el fútbol, son esa invención que disipa los traumas.

La niñez se pierde cuando somos menos carne, y empezamos a hacernos un mapa de todo, no solamente a palpar el mundo, sentirlo y fantasearlo, se instaura el orden.

Los niños, por alguna remota razón, están enamorados del mundo. Un niño feliz y normal es aquel flipado encantado con el mundo.

Después llega el adolecer de, la curiosa adolescencia. Cuando la naturaleza nos empieza a inocular el pavo en la sangre, nos colectivizamos, nos hacemos colmena de forma casi instantánea. Es la era de los grupillos, pandillas, cuadrillas, rebaños. Parcelados, ordenados, y que no se molesten.

Pero si romper a llorar y hacer diana en la compasión de los otros era la táctica desencadenada por la naturaleza en la infancia, la pandilla de iguales también tiene fecha de caducidad.
En la edad del pavo se simultanean los primeros escarceos con un nuevo y maravilloso kit, lo romántico. Son unos tests preliminares para acometer una solución permanente a la sed de los otros. La edad adúltera, o adulta, encuentra que la solución más económica y viable a la soledad es el enlace dual mantenido, con prole de por medio. Dicho así queda muy técnico, pero dicho de otra manera no es nada original.

Ese hábito instaurado de juntarse, hasta grabado en nuestro programa, tiene su qué de mecanismo, de necesidad perentoria, de antídoto confortable de cierta grieta íntima y cósmica, aunque a veces quede todo disimulado por el montaje de la vida, su pesebre asumido, y la más aparente normalidad.

El amor es un antagonista, casi biológico, casi genético, de la soledad. Y está tan imprimido en todo,tan injertado, que parece órgano, consecuencia natural que ya no es ni consecuencia. Pero no es un antagonista universal, ni antinorris perfecto, porque siempre viene después. Primero está su causa, ese agujero que todos tenemos y que supura soledad.

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