lunes, 24 de agosto de 2009

El mar del Japón

Oh sí la escritura, vuelvo a ella, desagradecida y farragosa, como quien intenta hablar eligiendo palabras a 10 de ellas por minuto, tontolismo de la expresión, y lo hace ni con costuras bien pespuntadas. Escribo sin ser yo, ya que en este filtro de expresión temporal, no entran ni entrarán miles de ocurrencias que se cuelan. La escritura es un pequeño redil que pesca en un río artístico donde el agua va, ajena a la captura, y se cuela y se escapa hacia ningún lugar escrito. Escribir es un mal colador de la vida.
Suelto estos esputos, metaesputos, porque sigo insomne y me encuentro con la Confesión ésta de nuevo, en la misma calle nocturna del desvelo. Escribir es una suerte de vecino que me encuentro por las noches que no duermo, que son pocas. Y además, él antes sueña, medita, se revuelve en la cama, y va cosiendo su vida mentalmente, como una afanada costurera. Cuece, un puchero de ideas felices y con larga cola, durante interminables minutos. Inagura museos propios, bienales, o tomos, que se desmontan por fugaces minutos después, al abrirse nuevas exposiciones. Para que al final, sólo el brillo lejano de algún objeto de ellas, acabe apareciendo en esta rueda de prensa del espectáculo que es la escritura
Y hablar con tontolismo de la expresión, en el biombo del papel, donde nadie ve lo poco que hablas, tampoco supone convertirse en un brillante ordenador o computador del acervo humano. Pulir las herramientas del lenguaje, como mucho tiene una función estética o seductora. No suele ir destinado a uno mismo, no es alimento o combustible del que se pueda vivir solo. Un anacoreta de la escritura es esto, un bloguero en el ciberespacio y tres amigos que lo leen.
Vive Dios que unos terrones de quinientos euros endulzarían y darían fe de esta epopeya anacoreta. Escribir es una profesión-vocación, que pingponea entre la realización personal y el reconocimiento de los otros. La solitaria vocación se queda aún más sola, y sólo los ermitaños del ningunismo literario sobreviven. El zafonismo o reconocimiento en masa de hormigón, es como tener a la novia más guapa del mundo con voz del risitas de Quintero, una suerte-desgracia.
En mi habitación tradicional japonesa, en medio del distrito otrora mágico de Gion, el sol naciente saluda ya, por una brecha de la cortina a las cinco de la mañana. Si tuviese amigos artistas, y aún no hubierésemos* abandonado el facebook, tampoco mi status sería el encabezamiento de este párrafo. Pam, he aquí lo trabado de la escritura, mi escritura. La no necesidad de presentar las felices ideas fugaces, aderezarlas, ponerles una sim-pática pajarita, las ideas peladas, en su protolenguaje, o lenguaje de los adentros de uno, carecen de esta mediatez social, en el slalom que va de ese protolenguaje a una senda común visitada.
Pensamos en AVE y escribimos en bicicleta.
Gion, Japón, casualidades de la vida. Plantillas para que se dibujen otras cosas más importantes. Y aún así esos dibujos tampoco son ni concluyentes ni decisivos. Un fundamentalismo puntillista entonces, heisengberiano de lo que importa. Es casualidad que esté aquí en Gion y mañana en Tokyo, isla de Hanshu, no me voy a creer ni firmar el guión de nada. Lo más importante de Japón, es, todo lo que pasará cuando no se esté en Japón. Estamos en un cine o observatorio, eso es viajar, puro y placentero entretenimiento, ver las cosas exóticas y bellas pasar. Luego viene encajar todos los fines de las películas. Japón-viajar te permite un oasis donde rever el pasado estático y plastificado de casa, aséptico, dormido, y esperante. Es una especie de consultoría de los asuntos internos, con eclosiones que van de restaurar las estanterías hasta los golpes de estado.
Y me imagino, que de eso iba todo mi río-mar de ideas, dicho jíbaramente en pocas palabras de no protolenguaje.
La brevedad trabada, tampoco permite dar nombres ni latitudes, pero claro que saldrán a la luz, sólo si vuelve el motor insomnio de mi literatura en estos próximos meses.
Ya son las 6, ya canta algún pájaro, y faltan sólo 2 horas para el toque de queda del grupo rumbo a la ciudad-ciervo de Nara. Tendré también que trabajar desde alguna conexión de este país, lidiar con los bostezos y el sueño, superar el síndrome del click hiperfotógrafo, y espero que cientos o miles de cosas más.
De esas, de esas que abren y cierran tu cabeza, de esas, más hondas que todo lo plano que nos rodea; de esas, esas que aparecen de repente en una noche feliz de insomnio, sin tú esperarlas, en medio del mar del Japón.
He estado restreñido de confesiones al oído del blog por semanas, pero a estas alturas de la noche, estirado en el tatami de un ryokan en Kyoto, surge la necesidad de sedimentar vivencias, me precipito en el papel.
Cruzar el mundo, hacer 10 mil kilómetros en horas, y llegar a otra civilización de madrugada, merece chequear la maquinaria del devenir y poner la cámara lenta a una experiencia viajera singular. Estamos a una distancia suficiente por fin, para que incluso el reino vegetal haya mutado en el paisaje; nos hemos alejado tantos kilómetros y montañas de casa, que las caras, las palabras y los platos son capaces de crearnos desconcierto, de orquestar un caos cognitivo más afín al de otrora Marco Polo que al moderno de National Geographic. Son tan occidentales como nosotros y tan orientales como nuestro anti-yo.
Ayer sólo sacamos la cabeza por el atardecer de Gion, en medio de la resaca de 24 horas en ruta - básicamente destinadas a cruzar Siberia a lomos de un Airbus. Toda una transición esquilmada por el motor de un reactor, una transición de pueblos y culturas, que nos llevan a estas grandes islas a orillas del Pacífico norte en las que estamos caídos.
Con voluntad de esponjas, intentaremos desandar esos diez mil kilómetros que nos han separado miles de años. PorqueJapón, es lo que tiene, que estámuylejos Japón.
Ayer uno charlotea como buen turista bobo, sobre las primeras impresiones. Una es el silencio sepulcral en los lugares sociales -excepto la esperpéntica sala de pachingo-, sólo apuntillado por sonidos cortos y rápidos de fondo: el de alguna puerta electrónica, un aviso accesorio, un anuncio... es como si Japón fuera un gran teléfono móvil que no habla, pero sí tiene infinidad de sonidos para las teclas, pantallas y los sms. Un mudito ruidoso.
Otra impresión tiene que ver con la servicialidad. Se piensa a menudo en las conclusiones de algunos libros acerca de la sumisión social de los japoneses, su disciplina social y colectivismo roza la pérdida de un yo individual, algo que choca tanto como provoca. Este será uno de los pequeños observatorios psicológicos de los diez días fugaces aquí: la sumisión social. Me confesaré sobre ello si sigue el insomnio, ya sabéis que para mí la literatura es aquel estado que aparece cuando la vida le hurta horas al sueño.
Hemos sufrido ya un gran desconcierto comunicativo. Ayer me vi hablando inglés de Huelva mientras hacía mimo -como Fiti en los Serrano- más pronto de lo que me esperaba. Es como un juego de mesa espontáneo, un scatergories en el que te dan una sola palabra en inglés, e intentas que la otra persona adivine la frase con gestos. Si aciertas, se da la comunicación, si pierdes, os sonreís y como si no hubiera pasado nada, tan amigos.
Si invertimos el juego, es lo mismo. Ayer yo entendí que en el piso de abajo había un baño japonés para tomar en la noche, y mi amigo Javi se fue pensando que por la noche vendría un bus que se llamaba Shabba.
Es curioso como si vas a Europa del Este, aunque eslavos y latinos ignoren el código comunicativo del otro, no les sale ponerse a gesticular como cuando Colón con los indígenas. Pero a mayor distancia por poco sacamos los tams tams y hacemos una danza típica.
Y estas son las primeras aventuras en las grandes islas del sol naciente, mañana, tras ocupar el insomnio, me esperan templos, templetes, amagos de geisha, comidas no-pensadas, barrios con mucha luz y poca acera, centros comerciales tecnológicos y frikis, jardines zen, sociedad zen, y helado de té verde.
A sus pies