La sonoridad de los vómitos, su visceralidad dramática, certifican una merecida convalescencia de cara a los demás. La espectacularidad de una crisis epiléptica conmociona de por vida a los que la ven, es como una posesión, un auténtico terremoto cerebral, cuando una persona se vuelve seísmo de la biología encarnado, desencadenado. Es comprensible que fueran/fuésemos tratados como criaturas del más allá, benignas o malignas, según el forro.
Absolutamente nada que ver con el cáncer invisible. La depresión. La enfermedad que no chilla, ni despierta convalescencia." Anímate", consejo tan errado como decir "dobla tu pierna" a un paciente con fémur y tibia fracturados.
Si constatáis la enfermedad en alguien cercano, si veis unas pastillas que la certifican, una confesión íntima de que se ha caído en ella, esa persona es un animal sufriente y puede que os necesite un poquico. Es un cuerpo varado en la arena, como esas ballenas, cercano a perecer.
Y sí, jode bajar a los infiernos aunque sea para cargar y subir a un amigo. No agrada tocar esa sustancia, de la cara descarnada y tétrica de la vida, y comprobar la vulnerabilidad de todo el suelo donde nos apoyamos.
Una capa de protección última se resiste a captar a ese amigo enfermo de la cabeza, transfigurado, chupado de vida hasta los huesos, pese a una apariencia de sano relativo.
Se trata de una disfunción biológica, de una enfermedad, un serio desequilibrio de neurotransmisores, que tiene solución. Matarse o curarse.
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