domingo, 18 de noviembre de 2012

Santa compañía de roca


Reflexionamos M. y yo sobre la soledad, en la esplanada que es el despertar en la cama un sábado. Resulta chocante como la mera compañía una noche, una compañía de alguien como una roca en el sofá, aunque no se hable, parece suficiente como ambientador para bajar las espadas neurológicas de la soledad. O saber de un bulto que hace cosas en otra habitación, mientras uno lee en la otra punta de la casa, sitúa en modo off la atmósfera del solitario.

En cambio, cuando tu cuerpo empieza a oír el sutil reloj de arena que surca la soledad mantenida, cierta desazón va siendo el aire que se cuela dentro nuestro. Un aire contaminante, que molesta, que ayuna, que parece gasificar por la habitación la soledad y produce la sed de otros, ahora indefinidos, ocupados, en otra dimensión. Estamos sin esa manta de compañía mínima, de piloto automático, de ser fantasma que puebla nuestra casa, la compañía de roca que anula la fuga de soledad.

Parece que nuestro cerebro en estos términos se comporta como una gran y pesada antena telescópica. Un receptor elefántico y bonachón que al notar la compañía de roca se gira hacia ella y la nota, o capta el bulto en el lavabo, la criatura viviente, y opera la predisposición. Opera en un modo-acompañado, predispuesto a la persona con la que se con-vive, aunque no haya interacción, pero con todas las antenas despiertas, latentes hacia esa persona. Como si existiera el concepto psicológico, de "acompañamiento condicionado". Uno está prácticamente solo, porque está levemente acompañado, por una yema de un dedo, pero es suficiente como para vivir condicionado, de una forma distinta, como un imán activado que nota al hierro apartado, y con la posible ansiedad de la soledad calmada,

En soledad, la piel de esas antenas, está cubierta, los ojos enfocados al "alguien", están sellados. El gran receptor elefántico sabe que no hay nadie, que la compañía tiene un parámetro y es cero. El reloj de arena continúa cayendo, el tiempo no se detiene, y el mastodonte telescópico bonachón empieza a sentir que el parámetro es negativo. No sólo no hay nadie, sino que se echa de menos el socializarse, la presencia imantada de alguien, el frotarse socialmente, la refriega de una conversación, como si tuviésemos un sentido social que necesita tocar.
Ya comenté, que tenemos un agujero pequeño en lo más hondo de nosotros, que no para de supurar soledad. Un punto que nos evoca que estamos solos en el mundo en último término, una sensación de estar en una intemperie cósmica incomunicada, abandonados a una identidad difusa que es nuestro relativo yo.

Esta fragilidad última de criatura mortal, animal superviviente en su piel, voltereta de la evolución y el destino, digamos que es más sensible en soledad, sin necesidad de sentir todo el cuadro, palpamos ese fondo circunstancial de abismo, nos llega algún calambre atmosférico de él.
El amparo de una compañía de roca, el coprotagonismo de esta fuga personal de soledad, es suficiente para sellar el agujero y olvidarse de nuestra unicidad en la vida, fundiéndonos y disolviéndonos en la sustancia compartida.

No hay comentarios: