sábado, 24 de noviembre de 2012
Los niños capitalinos
Los ninos de ciudad íbamos a parar el fin de semana a municipios fuera de las murallas vanguardistas de la capital, a jugar un partido. Manteníamos una visión capitalina una vez ya en las calles de los pueblos, lugares donde la gente vivía pero que no eran la metrópolis donde habitábamos.
Dormir allí implicaba recorrerla, salir a mar abierto alguna tarde con mamá, saliendo del ecosistema rectangular casa-colegio donde todos los niños nos movemos. La ciudad a oscuras aquellas tardes de invierno era cruzada, de vuelta del pediatra Stegmann, de una visita a una tía, de echar la carta a los reyes, y se nos quedaba en los ojos toda esa modernidad estrenada, la imponencia de rascacielos y edificios de cuento modernista, los últimos gritos en diseño, la incomensurabilidad de una capital para un niño.
Cruzábamos los pueblos en coche, en la búsqueda de un campo de basket, y manteníamos nuestra mirada capitalina. Veíamos otras tribus, gente muy parecida a nosotros pero que no tenía los mismos decorados, aquí empequeñecidos, de aldea, desplazados por algún motivo de la ciudad, o no condenados a ella. Los pueblos-ciudad de la corona metropolitana parecían una continuación de la capital, pero algo había en ellos sospechoso, descentrado, como una escalera metálica polvorienta.
Un niño capitalino contiene ese orgullo de saberse de la centralidad, de la mayoría, de la grandullez, aunque se le escape razonar si eso a la vez conlleva cierto servilismo.
Nuestro ego sorbía ese magno escenario vanguardista y lo añadía a su esencia, a su potencia arrojadiza, y en la reyerta de autoestimas infantil del "Y tú más", en que acusamos la inferioridad del ofendido, soltamos el "yo soy de capital" frente a otra acusación de falta de omnipotencia. Un fusilamiento psicológico de soldaditos de plomo, vano y de aire.
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