miércoles, 19 de diciembre de 2012
Vilà i Vila
Tengo aquí a dos sesentones reclinados en la barra del bar, dos adoradores de una camarera pulcra de cuarenta años, donde cada mañana vienen a rozar un erotismo con ella muy de pasada, casto, tímido, lícito y educado. Alguna mañana de año en año, tras un carajillo, se conforman con confesarle una mirada inflamada de segundo y medio, y ella ya entiende la declaración fallida de amor y ellos renuevan la válvula de escape sobrecargada un año de amor y represión. Es una pasión nihilista e indeleble a la par. Son amigos, todo lo amigos que la lujuria y el respeto permiten.
Es un bar abierto y limpio, sin la modernez amenazante que sabes que se te cobrará, con un alma real que es la camarera. Tener parroquia es luego una consecuencia natural. Una parroquia de clientes algo alcohólicos pero comedidos, la clientela duradera de un bar exige ser civilizada en el fondo.
Una abuelita nonagenaria también adora al ángel camarero con un halago de nieta, falta de confesionarios, prefiere el reclinatorio civil de la barra. Es su liturgia matinal, y le basta la pureza que desprende la hacedora de cafés con leche, para sintonizar con su catedralicia vida. Luego, la abuelita se saca una docena de galletas y termina su desayuno como ha hecho toda la vida, desde la posguerra con pan duro mojado, hasta las galletas del mercadona de hoy.
Desfilan los clientes, desfila la parroquia, que no pide a barra, se le prepara su brebaje personal a medida que aparecen por la puerta. El barrio de mil apartamentos, apartados, se tribaliza y se mezcla en el bar. Llega el mecánico, el cartero, el frutero, la tribu de funcionarios sin lanzas, y se ponen al día. Baja la señora emperifollada y maquillada de domingos, y pasa a revista a las otras gallinas del barrio, entre chismes y salmos.
Me viene Cheers a la cabeza, me viene el where everybody knows your name... (continuará)
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