Las calles de San José de Costa Rica eran bizarras porque debajo había una selva. Pocas veces he visto una ciudad con tan poca vocación de urbe y capitalidad. Puede que fuera un lugar a punto de ser asaltado por años de hampa y miedo callejero. Las matas de selva se asomaban por la esquina de una alcantarilla, y veían toda aquella edificación primeriza, ajada, fabril. Se confundían con un colorido desafortunado, mal escogido y pintado en la época desarrollista de la pintura urbana: azulones eléctricos, azules inflamados, amarillos opuestos... En el centro, las vistas poligoneras abundaban, nadie vivía allí yo creo, eran decorados poligonales robustos mal pintados y desconchados que justificaban una capitalidad y ya. Yo cogía ese monedón dorado de cien colones, tan grande que no puede salir de la memoria, y me compraba un helado de chicle o guanábana. Desde el primer día que llegué a San José, buscaba sus entrañas históricas, su núcleo y remedo, su encanto que toda ciudad presumida ostenta, y nunca lo encontré.
La arterial y transitada avenida segunda, era su recta caótica, el poco bullicio automovilístico que había, donde el desgraciado ambientador natural de la ciudad, mezcla de alquitrán y petróleo, era más palpable. Paralela cien varas al oeste estaba la avenida primera, peatonal, pseudorambla de los costarricenses, de zócalos presentables, breve como toda la capital. Hacia el oeste - estamos en América, los puntos cardinales aún la descubren - las calles que querían ser comerciales, pero en una atmósfera como he dicho de bajos de polígono, rastro urbano, ajado de color inflamado, jalonada por los parques-plaza, la forma torpe de ajardinar unas almas selváticas la ciudad. Hacia el sur estaba el mercado, donde la carne derretida de moscas y azules colgaba dramática y enferma.
Todo el esplendor de la capital estaba en manos privadas, en la periferia, que tenía sus Pozuelos y Sant Cugats. América nunca ha sido una apuesta pública, sino una apuesta privada. Lo de urbanizar la selva siempre fue secundario, un puesto administrativo, en medio de una tierra que explotaba vegetación sin quererlo. El tico es un selvático, casi la ciudad era una pedanía del aeropuerto y un rebotar de la centralidad. Y como América también es esa carrera por acumular patrimonio, los perdedores se quedan con la capital fea y desfasada, con todo ese barraquismo periférico omnipresente, siempre enrejado y amenazado como la casa débil de los tres cerditos, porque en Costa Rica las alarmas y las rejas son un negocio para prosperar. Las mansiones y millonarios hacen sus guetos, al revés que en Europa, en Escazú o Santa Ana. América es una aventura privada, o piadosa, depende donde te toque. En San José sólo quedan reductos de un esplendor comunitario cuando la ciudad empezaba, se esbozaba, en su gloria cafetera: el teatro nacional, el gran hotel Costa Rica, el museo nacional... cuerpos sumidos en el mapa degradado, insuficientes, escondiéndose. Todo el romanticismo se va por las alcantarillas, y se recicla en la selva, el protagonista del país, la estrella, frente a la presencia tan terciaria de la capital del país, accesoria y prima fea.
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