La forja de un ladrón orbitaba en la galaxia de novelas de Umbral, desatendida. Su título y portada, desprendía un perfume cinéfilo que me la hacía imaginar meliflua y rellena de un galán ejemplar e insípido, pariente del melodrama. Y Estambul me la preimaginaba yo una joya artesana a la altura de Constantinopla, y luego la realidad es otra.
Me zafé del prejuicio sobre La forja, cuando hojeé el libro, vi poco diálogo y reconocí mucha disgresión umbraliana, de él, y no de ningún personaje de la ficción. Así que acometí su lectura, entre el arsenal umbraliano que tengo almacenado, y el que intento ampliar en librerías de viejo.
Entonces no me encuentro ningún galán caducado, sino al francesillo, al niño umbral de rodillas peladas, que yo me imagino como una caricatura, un muñeco con cuerpo de niño tísico de posguerra y un cabezón con melena, gafotas y foulard adosado, que es la cabeza adulta de Umbral, en mi imaginación mitológica de centauros. Por un lado el niñito como protagonista de la novela, y por el otro la Forja, que no era otra, que la época, la historia de un niño ladrón en una década en que el robo y el estraperlo era una profesión al uso, necesaria, un gremio. La forja de un ladrón, la descripción de las circunstancias que fabricaban amigos de lo ajeno desde la tierna infancia.
Pero era también una época que proyectaba ladrones amables y atractivos en las pantallas de cine, como una exculpación comunitaria por la fantasía. El séptimo arte llegaba al planeta, confundiendo con su estrenada tecnología a las censuras ineptas, y dejaba una vasta sábana de sugestión y perversión contenida, sobre las ciudades, que se iban a dormir con toda la libertad inoculada ya en sus cabezas. El viento del cine llegaba de América a una España carcomida. Umbralito iba al cine llevado por la mano de su madre, como un futuro intelectual que es sacado de la cadena perpetua falangista, por una madre de mente educadamente rebelde y tenuemente transgresora, sin hacer ruido. Su madre es aquel ángel enfermo, perecedero, que acierta con el instinto el destino de su niño, llevándolo al cine como una novia, de tú a tú, compartiendo filias maduras y nacientes, tal que una redentora que facilita para umbralito una profesión liberal (escritor o ladrón, algo autónomo o aventurero).
Y desde ese mirador ve otro mundo y otro tipo de personas, ladrones de guante blanco sin ninguna mordaza de vagos y maleantes de por medio, mujeres desacatadas que muestran su potencia e igualdad con seductores antiheroicos. Y se da cuenta que ese mundo existe, más allá del chute de la ficción. Entonces empieza su carrera con el estraperlo de pan blanco motivado por su abuela, entre el gentío del mercado. Allí esquilma reales a la abuela, y en sus soportales una doña falangista lleva al chiquillo a las garras de un viejo buja abusador, del que huye birlándole su futura arma, una pistola-encendedor platinada. Conoce al Floren, un gitano mangón, al Paco, que iba a su colegio y ahora es el rey del hampa juvenil con palacio en un solar agitanado y abandonado de la ciudad.
Alterna sus fechorías de niño ladrón, con sus primeros escarceos sexuales, pues un ladrón se salta eso de amorosos. Copula a los 14 años en la escuela republicana abandonada, accediendo por unos tablones mal puestos, con niñas también descaradas que no tienen tapujos, y estallan los corsés catequistas de la época y de las siguientes.
Más adelante prospera y diseña desfalcos de guante blanco desde su trabajo en los reaseguros y sus contactos con herederos impacientes de grandes fortunas, con alma de thriller de los cuarenta, por las descritas calles falangistas de Valladolid, entre películas de Gary Cooper y James Stewart, siempre recordando al Rayito desde su tumba llorada, su perro amado y alquilado para los atracos, degollado por el buja vengativo en la España de hambruna y de posguerra, donde "te matan al padre y te degüellan al perro".
Todos simpatizamos con el inteligente niño ladrón y sus piernas raquíticas, víctima de la época, superviviente lícito de la pobreza, afanoso y lleno de vocación. El chiquillo birlón que todos llevamos dentro se queda mirando al otro y se entienden.
Niño sin padre al que su madre enferma lleva al cine, como quien echa una criatura a la hoguera de los sueños.
2 comentarios:
Ladrones de guante blanco han crecido como las setas. Y no creo que ninguno con piernas raquíticas de niño...
Vaya como escribes, Jordi, sin parar....
Pues sí Carmen, en España no hay pan para tanto chorizo. Los de ahora con lorzas y alevosía.
Y más que hay que escribir. Forjar el hábito tiene mucho que ver.
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