lunes, 17 de diciembre de 2012
Mi Dios
Llega un momento en que la noche está podrida de televisión, la noche común, la noche doméstica. Una época en la que uno se desentiende de sus programas favoritos, del sofá, de la luz de lámpara, y se separa del cuerpo dejando la estatua sentada.
Entonces uno recurre a la ciudad. Las ciudades se reinventaron para los inquietos, y para dar cabida a las noches extramuros.
Es más una reacción para deslentejar la vida. Los hábitos adquiridos y amados llega un punto en que fenecen, mueren sin drama, y es mejor irse de ellos antes que desprendan olor, y sepan a lentejas de rancho.
Me iré con mi señora al pueblo iluminado del norte, a observar actores de teatrillos, ver como se degradan ahora los turistas, acudir al cine, a algún concierto tañido, llama lírica en la ciudad, charlar con más almas vagabundas... A trastocar los días, cambiar quien nos acueste al fin y al cabo.
Eso de que la televisión sea gratuita no sale tan barato. La gente desconfiaría enseguida de la comida gratuita que fuese dada sin tregua en la calle, examinando el producto, testeándolo tras probarlo, criticándolo luego en tertulia vecinal y elaborando teorías conspirativas. Sospechoso, ergo presunción de culpabilidad.
Con la tele tenemos teatros, estadios, cines, conciertos, países, videntes, a un botón de distancia, y no hay que filosofar mucho para decir que cardiovascularmente la virtualidad acaba siendo un peligro. Y la verdad cardiovascular ya no es un mensaje prosaico ni poético, es la literalidad de la vida y su único mandamiento. Axioma, carcasa, origen, condición de posibilidad. Mi único Dios es mi cuerpo, mi soma, el eterno olvidado, la roca viscerada que dormita ante tanto pensamiento emanado. No debería haber más altar ni más autoestima ni catequesis alguna, más allá de la salud. Todo el embrollo vital restante, no son más que meras consecuencias.
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