Dejé Río hace 3 semanas y aún debo transcribir su último post. Hoy estoy a dos horas de aterrizar en Chicago, en otro de esos vuelos largos, a descubrir mundo, que te dejan el soma algo entumecido después de tantas horas en cabina.
El patearse el mundo es una suerte, no niego, pero como todo, tiene esos rebordes amargos, y el principal es la soledad. Por muy autónomo que sea uno, las 24 horas consigo mismo días seguidos no es algo muy llevadero a largo plazo. El ser ermitaño itinerante, con mi mochila de timidez, es una vida atractiva a todas luces, pero doliente cuando se pagan los focos. No me veo en una vida ad itinerans, que podría practicar a día de hoy sin impedimento, pero que queda reservado como una huída hacia adelante si mis proyectos de estabilidad no marchasen.
Se puede viajar 200 años, de isla en isla polinésica o de pueblo en pueblo de la Mancha o la Toscana , el mundo no se acaba nunca, pero 50 años de soledad, de prisión más o menos habitual en uno mismo, es duro de cojones.
Llevo el alma cansada al Medio Oeste, estoy enfrascado en consolidar una tienda en pleno centro de Barcelona, que se quede allí 10, 20 años; y ahora sólo la estamos plantando. Vuelvo a ser un especimen activo, que llena sus matas de tiempo de quehaceres, tras muchos años de tiempo gruyère.
Y con mis tintes obsesivos, me paso. Hay demasiadas jornadas laborables dobles, cierto insomnio, saturación, y descarga en quien pasa por ahí.
Pero hay que dejarse mecer estos días por Chicago. Sin planes, sin prisas, vivir en la ciudad estos seis días, y observar, curiosear, saborear. Mimetizarse como se pueda en un residente más de La Salle Street o Michigan Avenue.
lunes, 15 de marzo de 2010
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