En las terrazas asoman griegas esbeltas. Mi esquelatura de Minardi surca el paseo con resultados de Minardi. De vuelta a los circuitos eróticos fortuitos, no hay otro destino que cambiar de escudería pues poco importa el pilotaje en las frenéticas distancias cortas que gobiernan el mundo. Me recuerdo del aplomo del alcohol, de como muta la densidad de la personalidad y nos cambia momentánea y fehacientemente del material que estamos hechos. También en el paseo litoral por el malecón se me ocurre la posibilidad de armar un libro crónica de este otoño de viajes y separación que se avecina.
Dejo el malecón. Al igual que en la Habana es accidental. Los cubanos se llenan la boca con la referencia del Malecón, y luego compruebas que no tiene entidad. Como en Tesalónica es un finisterre de la ciudad, un linde abrupto sin más que sostiene la inmensa bahía. En Santander nadie habla de Malecón y está mejor urbanizado. Porque el urbanismo en Salónica deja mucho que desear. No soy arquitecto pero paseos y plazas están desangelados, con décadas de improvisación y poca autoestima. Lo tiene todo para lucirse, un paseo marítimo gime a gritos dejar de ser un malecón portuario, pero hay ciudades milenarias, incluida la mía, que se pasan buena parte de la era de la modernidad de espaldas al mar originario.
Cruzo unas calles arboladas y enseguida asocio las zonas arboladas, oxigenadas, a los barrios pudientes. Llego al pier que se adentra en el mar en la zona portuaria. Hay una luz borracha en el crepúsculo, que llega a ser vahoroso para la vista y parece estar levitando. Es una puesta de sol de museo vivida caminando en ella. A una ribera del pier se reúnen los adolescentes en sus tardes goonies de sábado. A la vuelta compruebo que en la otra ribera toman vinos y tapas la gente pudiente que dejó de ser adolescente al otro lado. Son sólo veinte metros entre dos generaciones, veinte metros de densas iniciaciones, a metro por año, que los separan años luz sin que ellos lo sepan. Finalmente, advierto que los veinteañeros también tienen su zona, sus corrillos y sus posturas, en la plataforma de salida del pier. El pier como trampolín oceánico de la vida compartimentada por edades.
Dejo la puesta de sol fantástica y drogada en la bahía, y me dirijo a Ladadika a cenar un gyros, antes de descargar las fotos y escritos en mi habitación que ponen punto y final al día.
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