lunes, 19 de octubre de 2015

Thessaloniki 2/5


Izo mi presencia en Grecia a las 4 am. En la habitación navego tres horas de madrugada en la pleamar de internet. A las 7:30 desciendo a las calles, que ya existen rumoreadas de buses y tráfico. Avanzo avenida Egnatia al este y se suceden los omnipresentes kioscos. No venden prensa, son la unidad callejera del snack, uno por acera, de forma perpetua. Se alternan con las cafeterías y sus mostradores de hojaldres. El hojaldre en Grecia es un sacramento cotidiano, bendecido por las espinacas y el feta. El hojaldre griego es el mejor que nunca he probado y de ahí su coronación habitual en las calles helenas. El hojaldre portugués, por ejemplo, es una práctica satánica de mal gusto frente al hojaldre griego que te cruje en la boca. Yo a estos polígonos deliciosos de hojaldre, triángulos o rectángulos en su mayoría, les llamo hojaldrikis, en un guiño que incluye a mi partenaire viajera de los últimos años.

Los viajes, no nos engañemos, son una suerte de homenajes a uno mismo. Un acto egoico de autodisfrute en que te mimas con expediciones a otras dimensiones culturales donde embobarte y estimular la admiración. Viajar no es otra cosa que exportarse a sí mismo, premiarse viendo mundo y escapar así de la prisión de la rutina cotidiana.

Tesalónica tiene un punto gótico en sus gentes, se da una familiaridad estética más cercana al meollo de Juego de Tronos. El pasado aún permanece en este siglo XXI cosmético y eliminador. Te vienen perfumes antiguos, te asolan olores olvidados a armario ropero, a chotuno, a carne de caza, a cuello borreguero, olores de caserón y entreguerras que no sabes bien coño cómo sobreviven.

Otro olor con el que me topo es el de unas hojas de romero que arranco en un parque. Que le voy a hacer, si colecciono piñas de pinos donde voy, y huelo los romeros y lavandas de los desmontes mundiales. Nací en el Mediterráneo, y soy fetichista de ello. El romero macedonio que arranco, me sulivella. El cabrón tiene un olor que pincha a cítrico y marino rápidamente, tiene rock and roll gastrónomico. Los romeros de casa están más dormidos. 
A continuación me pregunto el por qué del desarrollo de la enología y no de tratados acerca del romero, la sidra, o el rooibos. Podría dar para un libro el porqué del fetichismo cultural y barroco del vino. Otras sustancias no contienen un boleto a un cambio de personalidad como el vino, pero matices varietales y gastronómicos tienen los mismos. También entiendo que el peyote o las setas ofrecen un boleto supersónico que acojona, lo del vino es una revolución tranquila y pasajera, apta para las vaguedades comunes de la existencia.

Me guardo unas briznas en el bolsillo de mi romero estrella. Lo que sí provocan estas variedades locales de un producto, es el barroquismo gastronómico. Unos lineales calabacines a la plancha en una carta, pueden derivar a calabacines al romero y la sal, o divinizarse con el título de: calabacines blancos al romero fresco de Macedonia y a las escamas de sal ahumada del mar muerto. El progreso y la globalización pasan por requetegourmetizarse progresivamente, y no me parece mal.

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