jueves, 9 de mayo de 2013

Modo decoloración


A las siete y media de un día de mayo, las calles ya están puestas esperando. El día es madrugador, nosotros no.
Las zonas que poseen bosque ayer tenían una niebla de polen, que desaparecía al distanciarte de arboledas, como un radar de urbanismo. Con claridad las partículas en suspensión dan la impresión de un velo transparente, una textura del aire como un efecto de estudio fotográfico. Con humedad, se comportan como microcristales y refractan aún más el efecto niebla hasta el efecto pantalla, con velos de un blanco casi opaco.

Ya son días de turra, horas de sprint solar tumbalagartos. La naturaleza pasa por su proceso de decoloración. Lo verde es plenitud, un triunfo del frescor y la biología, de lo viable hasta en el tótem de los semáforos. La naturaleza empieza a cambiar a ámbar, es el fuego diferido y perpetuo del sol el que le usurpa el verde, y le da un color pajizo de hierba muerta. El verano es decoloración externa ganada con nuestra coloración propia.

Los vegetales hibernan a la inversa, con el calor se secan y disipan, hasta la resurrección de las lluvias de otoño. Es un sacrificio. Después de ofrecer las flores a una pira, fenecen en pos de dar fruto, como típicos padres sacrificándose por la descendencia.

La primavera es visual y el verano es un terreno que gana el tacto. El invierno sería pensamiento, y el otoño recuerdo, evocación gradual hasta que un día nos acordamos de todos los muertos, en nuestras coordenadas de inculto a los antepasados.

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