jueves, 30 de mayo de 2013
Crítica al propio petróleo
Ya con espíritu crítico respecto a Umbral, abordaremos su tic declamativo. Lo paradójico en Umbral es el dislate entre su imagen pública, altiva, grosera y poco agraciada, seria en su conjunto, frente a su escritura delicada, poética y frágil. Era un zafio que acunaba y mecía palabras. Pero la gente no puede hacerse una idea de lo vulnerable y lírico que era Umbral en sus libros, un esteta trémulo que poetizaba con los dígitos de un taxímetro o con cualquier mínimo elemento que apareciese. Es aquel historiador que se entretendría en describir los pelos de una cerveza futura en el neandertal, o el olor de potaje genital y melaza en la Santa María durante el avistamiento de América. Alguien podría decir que teme a Umbral describiendo un espacio abierto, una situación múltiple, un vaivén sensorial, porque se le puede pasar por la cabeza describirlo todo, muy de golpe, personificándolo a la vez que lo abandona, con querencia cinestésica, batiburrando sentidos y rescatando palabras varadas, y sí, la historia principal, los protagonistas, allí, paralizados y suspendidos, hasta que llegue un nuevo camarero y con él todo un planeta, una biografía, una estilística cultural. Alguien que tema encontrarse el argumento con una colilla, una maceta, un billete de metro en el bolsillo, por si de ahí, de un aspecto parcial de ellos explota una historia en medio de las intrahistorias y se desencadena un para-argumento paralelo.
Aún si no nos va la vida con los argumentos, con la novela en sí, pero Umbral pierde cuando se vuelve declamativo. Podríamos definir declamativo como el momento en que la lírica se empacha, se infla, prolifera por las páginas sin control. Todo es lírica, cuando todo es cotidiano y mostrenco al mismo tiempo, mientras no hay un sentir elegíaco de fondo que justifique esa hemorragia lírica inevitable. Umbral ficciona, habla a través de otros, y tiene momentos en que expande cada objeto, cada detalle, mueca, rastro, intención, ademán, recuerdo incidental, de forma que lo hace protagonista de reparto. Lo expande, lo personifica, extrae una consecuencia filosófica. Y luego, viene el siguiente aspecto del cuadro, el nuevo sonido que aparece, glosado, interrumpido por un olor, que también vuelve trascendental. Y allí está la dispersión, la pérdida de norte y sentido, el maticismo, o hiperdetallismo de algunas partes de obra umbraliana, que al final leemos a zancadas, más nos da tanto ambientalismo trascendental, y acabamos neutros con este declamar reiterado. En Carta a mi mujer, por ejemplo, se da de igual forma que en "Si hubiéramos sabido que el amor era esto", pero en la primera es la propia vida de Umbral la que gravita, y en la segunda es una ficción paralela y cualquier. Lirismo en vena frente a sucedáneo artístico. A Umbral le gustaba experimentar el simultaneísmo, el barullo, la orquestación del caos, con el riesgo de patinar a veces y ofrecer marasmo, batiburrillo, y cierta extenuación en el lector. Barroco sí, ambicioso de miras, lingüísticamente espléndido, pero en algunos tramos disperso e intrascendente. Con el foco en detalles accesorios, la poética de lo accesorio acaba localista y no consigue aportar lucidez y verdad, que son los bienes más preciados de la genética de Umbral y su obra.
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