viernes, 31 de mayo de 2013

Conmoción solar


Ya se dan los días en que ocurre un atentado de sol y calor. Los árboles acuden a rellenar el atestado. Las hojas reverberan al sol, lo especulan, y se inflama dentro del bosque. Constato una inflación solar ya a estas alturas.
A partir de ahora todos viviremos de reservorios de agua. Somos una historia del agua. La Nasa no es más que un ariete buscador de H2O.

Atentados de sol firmados por un día albino. Una fase de la primavera requeteiluminada, verde luminiscente, entre mares de claridad-cuasi blancura. A un paso de la fosforescencia. Todo se asemeja a una planta de energía solar disipada. El albinismo solar del sur. Hasta los pueblos del horizonte, ayer urbanizaciones de terrazo y grisáceas, hoy lucen como pueblos blancos del sur, bajo un cielo armiño.
Luego, aquellos atardeceres caramelo de marzo son atardeceres de miel en mayo. Un sol más de derechas y menos oblicuo, carameliza densamente los prados con un fuego dulce. Ya aparecen hierbas cobrizas. Se hienden las espigas liliáceas, que son un verde tostado y cocinado. Cohabitan en un claro del bosque ocho tipos de verde mezclados, como un supermercado de texturas para pintores y fotógrafos. Es la cúspide exhuberante de la naturaleza en el año, justo a punto de empezar la caída.

El prado está más kenyata que nunca, zaherido por el sol y vivificado por el tegumento del verde a partes iguales. La trama en la vida de Kobe tiene un argumento motriz. Los jabalíes se acercan a la playa y sus socavones buscando raíces, se enmohecen con el paso de los días. Son el souvenir que nos queda de su gira veraniega por las urbanizaciones.

jueves, 30 de mayo de 2013

Crítica al propio petróleo


Ya con espíritu crítico respecto a Umbral, abordaremos su tic declamativo. Lo paradójico en Umbral es el dislate entre su imagen pública, altiva, grosera y poco agraciada, seria en su conjunto, frente a su escritura delicada, poética y frágil. Era un zafio que acunaba y mecía palabras. Pero la gente no puede hacerse una idea de lo vulnerable y lírico que era Umbral en sus libros, un esteta trémulo que poetizaba con los dígitos de un taxímetro o con cualquier mínimo elemento que apareciese. Es aquel historiador que se entretendría en describir los pelos de una cerveza futura en el neandertal, o el olor de potaje genital y melaza en la Santa María durante el avistamiento de América. Alguien podría decir que teme a Umbral describiendo un espacio abierto, una situación múltiple, un vaivén sensorial, porque se le puede pasar por la cabeza describirlo todo, muy de golpe, personificándolo a la vez que lo abandona, con querencia cinestésica, batiburrando sentidos y rescatando palabras varadas, y sí, la historia principal, los protagonistas, allí, paralizados y suspendidos, hasta que llegue un nuevo camarero y con él todo un planeta, una biografía, una estilística cultural. Alguien que tema encontrarse el argumento con una colilla, una maceta, un billete de metro en el bolsillo, por si de ahí, de un aspecto parcial de ellos explota una historia en medio de las intrahistorias y se desencadena un para-argumento paralelo.
Aún si no nos va la vida con los argumentos, con la novela en sí, pero Umbral pierde cuando se vuelve declamativo. Podríamos definir declamativo como el momento en que la lírica se empacha, se infla, prolifera por las páginas sin control. Todo es lírica, cuando todo es cotidiano y mostrenco al mismo tiempo, mientras no hay un sentir elegíaco de fondo que justifique esa hemorragia lírica inevitable. Umbral ficciona, habla a través de otros, y tiene momentos en que expande cada objeto, cada detalle, mueca, rastro, intención, ademán, recuerdo incidental, de forma que lo hace protagonista de reparto. Lo expande, lo personifica, extrae una consecuencia filosófica. Y luego, viene el siguiente aspecto del cuadro, el nuevo sonido que aparece, glosado, interrumpido por un olor, que también vuelve trascendental. Y allí está la dispersión, la pérdida de norte y sentido, el maticismo, o hiperdetallismo de algunas partes de obra umbraliana, que al final leemos a zancadas, más nos da tanto ambientalismo trascendental, y acabamos neutros con este declamar reiterado. En Carta a mi mujer, por ejemplo, se da de igual forma que en "Si hubiéramos sabido que el amor era esto", pero en la primera es la propia vida de Umbral la que gravita, y en la segunda es una ficción paralela y cualquier. Lirismo en vena frente a sucedáneo artístico. A Umbral le gustaba experimentar el simultaneísmo, el barullo, la orquestación del caos, con el riesgo de patinar a veces y ofrecer marasmo, batiburrillo, y cierta extenuación en el lector. Barroco sí, ambicioso de miras, lingüísticamente espléndido, pero en algunos tramos disperso e intrascendente. Con el foco en detalles accesorios, la poética de lo accesorio acaba localista y no consigue aportar lucidez y verdad, que son los bienes más preciados de la genética de Umbral y su obra.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Hacer pie literario


El debut de largo de Umbral, tras el amistoso de "Balada de gamberros", el debut verdadero, fue "Travesía de Madrid". Supongo que este primer libro, mediado por Cela, es como hacer pie. Porque esto de la vocación literaria es algo oceánico, un marasmo, sin letreros, con caminos borrados, una paja mental inconstante y centrípeta, una batalla introvertida e invisible. Es un quehacer primitivo, un hábito medieval, es el papel y lápiz inocente de la clase hecho tribuna y pecunio. Nadie de tu entorno se dedica ya a eso, anacoreta, eres un espía infiltrado y aislado de otro mundo, llevas un trabajo y una ilusión en secreto, tan muda, tan introvertida, que a veces parece sólo un pensamiento.

Por ello, esa sarta de palabras que hoy no son ni manuscritos encuadernados, que caben en una micra informática y ya ni tienen presencia, necesitan materialidad, saberse corpóreas, sea con la oficialidad de un libro, con menciones que anulen su sospecha alucinatoria, con conversaciones que prolonguen las terminaciones nerviosas de cada idea escrita, pues la tinta siempre resucita nerviosamente.

Y un primer ingreso en los oídos de una comunidad es hacer pie, algo tan absurdo como empezar a tener un nombre, bautizarse, comenzar de cero coma uno, ser alguien, al fin y al cabo. La cuestión es pasar la muralla militar que separa los don nadies y los álguienes, los aficionados, informes, sin entidad ni nombre, de los oficiales con uniforme. Sabiendo el mantra que cañonea todos los accesos: no aceptamos ningún manuscrito que no haya sido solicitado antes. Es un mundo hermético que parece haberse propuesto rehuir de ti, esquivarte con todos los accesos, descojonársete con los premios literarios, burlarte con el próximo best seller para señoritas. Luego, si te dieran un nombre, te pondrías bien alto en la pila bautismal,, a cagar chuzos y ñordos sobre el continente literario como un gordo cabrón con las pelotas hinchadas.

martes, 28 de mayo de 2013

Los gremios deportivos


Había una distinción en los corros de Egb, se podría disfrutar de una condición diferente, ser federado, una palabreja algo político-administrativa, que sonaba a condecoración, y a confederado. Simplemente estabas en el equipo federado de basket, hockey o fútbol, que en institución religiosa sin féminas, distaba mucho de ese estrellato juvenil americano, de los que hasta llevan una chaqueta particular, entre ninfas y muñecas con pompones, como si de una túnica y olimpo adolescente se tratase. Allí cargábamos con una mochila pesada y poco más. Sí, éramos eminencias del palmeo, del stick y de la rosca, cada cual en lo suyo, formando una tribu gremial, con todo el extra grupal y el roce de los entrenos, los partidos, y los motines contra el entrenador que nos tenía que domesticar. Las añadas tenían esos gremios entre los guerreros. Los scouts, los de acción mariana, o los de ajedrez, eran azúcar, lo llevaban discretamente, sin ese orgullo macho en ese entorno competitivo. Pero entre los guerreros de la aldea, cada gremio estaba compartimentado. No había hostilidades, pero las líneas estaban bien marcadas, eran tribus diferentes, y se miraban un poco de reojo. Los del basket, los del fútbol, los del hockey. Los del basket, reputados y falibles, los del fútbol, alternativos e inventados, los del hockey, marcianos y específicos. Tres escuadras, una cuarentena de tipos, un cuarto de la masa generacional, sumando al par de judokas y nadadores por curso.
Esas afinidades arbitrarias acabarían desembocando en pandillas juveniles, por el roce, por el fregamiento, por la pertenencia, llámalo familiaridad.

Cada añada a ojos de un psicólogo social, es un experimento de grupos al azar y medias poblacionales. Gravitan unas escasas afinidades afiladas, que se separan en la frontera del hockey y el basket, en la sima del ajedrez y el fútbol semiprofesional. Pululan unas manifiestas incompatibilidades de carácter, que el judo un otoño junta y dramatiza. O bien los dados, la ruleta de caer en tercero A, segundo C, octavo B, injertan tu vida con nuevos meteoritos y te la separan de aquel ya nunca mejor amigo.
Mas la conclusión del psicólogo social, tras este experimento crónico de la propia vida, sería que al final todo es compensable, que el millón de interacciones que se produce en tantos años y combinaciones, es estadísticamente equivalente, que no ha cambiado nada, que todo sería distinto y lo mismo.
Y con las parejas, con la carrera elegida, los espermatozoides ungidos, si se coge una escala de plazo medio-largo llega un momento que aceptamos la equivalencia de esposas, trabajos e hijos, llámese relatividad biográfica, pero que quita esos gramos de trascendencia excesiva, de exclusividad del destino, de autocentrismo de un yo que ha olvidado sus carambolas e impulsividad intermitente. La defensa de una biografía hipercoherente es un mecanismo compensatorio común de tanta relatividad, ingravidez y accidentalidad en esta existencia.

lunes, 27 de mayo de 2013

La significación metafísica del cabello masculino


Si me quiero proyectar décadas atrás y volver a los ochenta, me puedo dejar de rapar, y que el incipiente pelo crezca de las laderas de mi calva destartalado, salgan las canas, parezcan angulas películares asquerosillas escoltando mi cara, y en ese enrevesado descuido están todas las décadas pasadas. Los laterales ya no son una película envolvente, ya no siguen la línea cortante de una visión frontal, sino que tienen relieve, son ese musgo desafinante en blanco y negro que se hace notar.

Antaño, arrasar con ese jardín posado de hierbajos dignos, ese vencimiento de la juventud, metáfora y consecuencia de una laboriosidad paralela, dignificante, nada estética, arrasar con todo eso resultaba muy transgresor. Cargarse esas angulillas mal puestas de uno, las hierbas capilares maduras, rastrojos salientes y afeantes de la azotea lateral, por algún motivo nunca se llevó a cabo, sin necesitar avance tecnológico de por medio, pues bastaba un esquilar ovejero para su abolición.

Los pelos destartalados de los laterales fueron un bastión. Una resistencia del cuerpo clásico en la proliferación de los trajes y los objetos modernos. Al ver los pelillos parece sonar de fondo Anillos de Oro, visionamos esos trajes grises y entallados de oficina, el pelo graso en la tofa, un sudor de época y gafas de cristal.

Sólo Yul Brinner, faraón, experimental, divo y rockero, gastaba una cabellera rapada que olía a amoral. Ir rapado, ser atrevido, acabar con los formalismos del pelo, era una cuestión vanguardista y doméstica, ergo, ser un revolucionario encubierto, que quedaba a descubierto. Había que pasar luego toda una justificación mesetaria y eterna, afiliarte a lo punk, lo clandestino, lo eslavo y bizarro de un Kojak para pasear aquel escándalo. "Kojak" fue una mofa social, un epíteto instituido y manipulado hacia el look enfermizo, para alejar más a los hombres de arrancarse sus pelajos horteras. Ya que una cabellera rapada, india, tribal, futurista, valiente y despejada, era desafiante, de rebote herética, de una confesión estética y sectaria, de una sociedad currante, afeada y piadosa. Esos pelillos eran piadosos, pulgas, insectos de piedad. Eran visceralidad de cabeza, marca de tribu. Nadie se merecía rasurar ese emblema, despojarse de unas hierbas buenistas y paternas, desentenderse del resto de la comunidad. Ni rasurarse sólo los laterales - abc de la simetría capilar -, era maduro, más bien futurista, y no había cintura para eso. Hoy en día no hacerlo, es retrógrado.

Pop 84


Éramos niños de un país del sur de Europa y entre nuestras pasiones colectivas vibraba, se alborozaba nuestro entorno con el deporte, rozando lo histriónico.
Los locutores deportivos se precipitaban por sus narraciones sin gravedad buscando el infarto, llegando a las puertas del colapso cardiorespiratorio, salvados por el relevo meteórico de otro compañero en ese carrusel del exorcismo racional semanal. Se desgañitaban en las cabinas frías de los estadios construidos para lo de Naranjito, chillaban en sus grutas radiofónicas, y su declamación parecía escarbar esperanzas bajo tierra. Aquellos quejidos de un país flamenco parecen hoy los deseos que escarbaban milímetros a una coronación remota, a una tierra prometida en forma de Mundial a la que no se arribaría hasta pasados tres decenios.
Convulsionábamos con un gol de Clos ante Escocia, había una frustración general no explícita y es que el país estaba acostumbrado a acumular las miserias tapadas bajo una alfombra, un tapiz orgulloso, delgado y patrio.
En el fútbol éramos patanes, mucho antes del futuro himen psicológico de los cuartos de final. El basket fue el pionero en la excelencia en el deporte moderno, o sea, democrático, en España. Porque esta tierra es un país de baloncesto, se da mejor que el fútbol, pese a la tozudez y obsesión generalizada. Aquí crecen más estrellas mundiales de la canasta como abundan más los olivos, pese a que se desee creer lo contrario. Pero el basket nunca fue suficiente. Sino esa pasión alternativa, gremial y principesca que un día creímos que reinaría. Hoy no es más que una infanta, retirada de toda aspiración.
Crecían los sibilios, los epis, los martines y corbalanes. El Antiguo Testamento del barcelonismo antes del profeta Cruyff, cuando los éxodos a Basilea por una Recopa segundona, y los mantras "aquest any sí" en la pobreza, tuvo también el precedente pionero del basket en esa supremacía internacional que nos descubría los mejores del mundo posible. Vibrar, alterarse, enajenarse, con los de pantalón corto y la pelota, tenía su sentido cuando apareció la excelencia. Esas noches de luz amarillenta, inocentes de triunfos, en el Palau de toda la vida, de todos los siglos, con jugadorazos como Nikos Gallis enfrente, cepas maravillosas como esas criaturas de la Jugoplastika de Split, aldea gala del baloncesto, la tribu de Sretenovic a Kukoc. Vencer a toda la población de Pésaro, no dormirse en Limoges ni Berlín, tener cojones al pisar el parquet enfurecido de Salónica, apocalíptica, homicida, paramilitar. Tomar Milán, monumental, no doblegarse a la esfinge de Meneghin. Acudir al pabellón pudiente y hebreo de La mano de Elías en Tel Aviv, y superar nombres míticos, Miki Berkowitz, Dorom Yamchi, Kevin McGee. Suceder con vergüenza a esa raza de virtuosos lituanos, Kurtinaitis, Iovasha, Sabonis, santos y cardenales del baloncesto.
Esas tardes, anocheceres de luz amarillenta, en que no sabíamos triunfar porque nunca lo habíamos hecho. Esas bregas canasta a canasta, esa cita semanal, vespertina, con la superación, ser regularmente europeos y los mejores, venga quien venga, en cualquier pista mítica. Éramos niños que saltábamos con cada canasta, teníamos nuestros ritos de celebración, supersticiosos, empujábamos cada ataque a nuestra manera en aquellos marcadores ajustados y épicos.
Sin ser conscientes, fue nuestra épica vivida, nuestra mitología estuvo aupada por esos Norris, Epi, Solozábal, David Wood, Sibilio, Costa, Jiménez, Trumbo, Waiters, el que viniese. Y llegó un año que el equipo se traumó, se fracturó, se lesionó masivamente, desapareció. Y de repente, se hizo leyenda, se abrió el Mar Muerto, y continuamos siendo los mejores. Galilea, Lisard, Claudi, Esteller, un par de años de transfusión de épica y campeonismo, bastó para que los juveniles mamaran e imitaran esa actitud, lideraban por imitación, ya en un año muy hoosier, milagrero, más allá de la épica, entre paranormal y colmante para nosotros. Ir a París con toda Catalunya en el hombro de Norris.
Y nunca ganamos una copa de Europa, las perdimos todas en el último trámite, el último sello. Y es que éramos inocentes de triunfos.
La leyenda de un equipo sin anales, la gracia de unos perdedores triunfadores. La rotunda originalidad de todo aquello.

viernes, 24 de mayo de 2013

Mayo literario o no


Flores, aguas, pero no escritos en mayo. Toca sacarse una licencia de psicólogo, no sé yo bien para qué. Ha sido mes de lances domésticos, de sentirse removido, y notar después que los tendones y meniscos líricos, andaban tumefactos pero en su sitio.
Afuera, en el mundo oficial de la literatura, sigue el mismo vocerío. En mi patio interior faeno, y sigo tragando obra umbraliana, ahora con más criterio cronológico. El Giocondo, Si hubiéramos sabido que el amor era eso, novelas exhuberantes de lenguaje e hiperpobladas, que son tratados psicológicos. Umbral es un filósofo adjetival, pues adjetivar es una forma de pensar inmanente. Elegirle un adjetivo a la cosa para lograr revelación, calificar, es atribuirle un momento energético orientado. Se llega a la verdad al exprimirla, perfilarla, singularizarla, virtuosamente empalmada con su contexto e historia. La palabra inflama a la cosa y la amplifica, da una hondura que transforma su naturaleza mostrenca. El lenguaje pulido y malabar como elemento devastador de lo manido. La verdadera resurrección de la realidad se da en el lenguaje.
Por ello, puede ser que no haya nada más diligentemente ateo en este universo que la literatura. Pues toda ella parte del mundo y termina en el mismo mundo, hay un olvido espontáneo y natural de lo teológico, que sólo se emplea de forma costumbrista. La literatura no es un debate entre lo divino y lo humano. Sólo entre lo humano y lo humano. La alta literatura es una sabiduría inmanente, donde se ametrallea con metáforas y adjetivos.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Verano en vano


Esta frecuencia de precipitaciones hace que abunden los días recompuestos. Son aquellos que vuelven de la lluvia, rehechos, de soles inagurales, que secan la costra de los días húmedos y resfriados. Entramos en un bucle de restauración climática, dos veces por semana, y estos días parecen plumosos de festividad, y tienen los pulmones más potentes. Hasta que retorna el fenómeno del verano en vano, y repetimos el ciclo.
El sol luce sobre la arena mulata y aborigen de la playa, transformada tras la enésima lluvia de esta primavera. Una arena oscura, aplanada, y aún húmeda, que le da un carácter cantábrico al conjunto.

Hay gente que demarra el verano demasiado pronto, después son abortistas, y cae por su propio peso la precocidad, asaltados por fríos de junio, recalentados por vapores de agosto, y son los primeros en gastar chaqueta al empezar septiembre, acelerados, traspuestos, precoces. El resto nos aparecemos al estío con camiseta y pantalón corto un atardecer, y él nos responde a lo lejos con frío y señal prematura, nos precipitamos al verano con demasiada puntualidad.

Los pajaros hacen flores de sonido, pétalos en un compás, con timbre de aguas. Abundan las amapolas, esa flor mal hecha, por un dios de bazar chino o de párvulos. A los árboles podados les crecen ahora las hojas, incipientes y contadas, como una barba, antes de proliferar y redibujarse en follaje indistinto. El viento tiene masa para mover, mares herbáceos que se despeinan las tofas y refrescan así sus baños de sol. El campo lleno de ñordos, los tordos de los domingueros, que los perros coprófagos deleitan. Kobe repite la historia del coyote y el correcaminos en sus persecuciones a degüello con un conejo vecino al que nunca da alcance. Estos son mis testimonios del bosque. Esta es mi declaración. En el telediario, tendrían que salir el meteorólogo y el endocrino juntos cada cual a dar su parte climático. Nos falta tal vez introspección.

Se pastelizan las tardes, se estilizan los paisajes, la presencia amplificada del sol crea filtros fotográficos según las tardes y las nubes. Hoy el horizonte es como un biombo chino, las montañas son de negro monocolor, toda la cordillera es una masa plana de negro, indiferenciada y continua. Por encima de la silueta negra, aparece un resplandor candente, le sale un naranja estelar y un fucsia discreto, que es todo el degradado amarillento, violeta y triunfal del sol mientras se apaga, una belleza proyectada a miles de kilómetros asomándose por toda la loma de la cordillera antes de marcharse.

Los niños de trece años ya se bañan, han prologado el libro de las maravillas llamado verano adolescente, que se prolongará hasta un día lejano de pantalón largo en septiembre.
No hay más que paz en esta tarde veraniega de mayo. Todas las violencias están suspendidas, todo los males están apagados. Hay días que el paisaje y las temperaturas inhiben el mal, simplemente se da una pereza de mal, próximo todo a lo edénico y lo paradisíaco.

domingo, 19 de mayo de 2013

Me gustaban las chicas tímidas


Me gustaban las chicas tímidas, silentes, reservadas. Porque no hacían ruido supongo, porque notaba un espejo invisible, un resonar familiar de mis adentros, también silentes y pacíficos. Había en la timidez, una monumental prudencia. Me nacía una confianza, olfateaba una moderación. Aquellas chicas no explotaban. Su belleza quedaba no corrompida por el silencio, permanente. Unos ojos espectaculares y brillantes mirando hacia arriba con actitud de perro angelical. No que me enamoro.
Las otras hablaban para cagarla. Era así. Ser lenguaraz es tener dentro un carrete que no para y te retrata imprudentemente. No, eso no lo digas. No hay nada tan escasamente misterioso como una persona habladora. Toda la intriga, el barroquismo, la sofisticación de una personalidad, desvanecidos en nueve segundos que es lo que tardan algunas personas en confesarse, como máquinas impresoras de un modo de ser. Parménides y Heráclito se pondrían de acuerdo. Yo es que soy muy transparente. Tanto hija? No te guardas nada para después? Para los siguientes siete años? Transparante o hueca o qué?

La moderación a veces no es más que el freno que ocasiona el seno para desarrollar un estilo. La pausa que permite que anide y se sedimente un carácter propio, el único lugar donde se puede posar cierta riqueza y sofisticamiento psíquico.

Y eran tímidas. Como un servidor. Y las tardes a veces eran un folio en blanco donde podía pintar la imaginación, la fantasía platónica, más que la realidad. La timidez, sin intelectualidad, es platonismo. Los tímidos, inhibidos, algo minusválidos, nos reconocemos sin pasaportes pero sabemos que somos del mismo país. Normalmente nos sonreímos, nos reconocemos, pero como somos tímidos obviamente el encuentro es silente y vergonzoso.
Dos tímidos no son dos planetas en silencio, son dos mundos que callan. Nadie es tímido hasta las últimas consecuencias. Las palabras atrancadas en una segunda garganta inferior, deben ser expulsadas. Hasta encontrar una esplanada donde cae el himen de la timidez. Un tímido es un lenguaraz sensato, que larga tarde y oportuno. De hecho algo les hizo callar para siempre, alguien o la suma de alguienes bloqueó el fluir despreocupado del habla. Hay como cierta garra atenazada frente al mundo, que impacta, que es más espontáneo, advenedizo, automático que uno, la sensación un poco que el mundo habla e interpela en demasía. El tímido siempre mira primero, siempre localiza. A más logorrea, más parco y lacónico. Quiere hablar de las cosas en propiedad, un tímido escribe discursos en soledad, es un literato en potencia. Una vez cada cinco años y con alcohol, es parlanchín.
Me gustaban las chicas tímidas porque uno sabía que estaban a años luz de explotar, como estrellas jóvenes y prometedoras.

viernes, 17 de mayo de 2013

Taja, turca, melocotón


Salimos de las tabernas, tras un banquete de alcohol, y podemos ponernos a charlar con Haa-vi, amigo, te aprecio un montón, en una esquina, el tipo que pasaba por ahí, Javi, víctima de la logorrea y el cariño colesteroso de un borracho. La turca, la papa, la taja, el pedal. El melocotón. Palabras transidiomáticas que refieren casi al ámbito de las mascotas, mira niño un guau guau, mira Juan, qué turca, vaya me-locotón. Esas cenas de trabajo en que cambia para siempre el concepto de tu jefe, y el gremlin interior sale afuera. El alcohol nos remite una caricatura del admirado, aquel maestro que se pelea contra sí mismo al final de una boda, oro en barra libre, con muecas de vagabundo y golpeándose todas las cuentas pendientes consigo mismo, hasta que se queda dormido sobre los restos de un pastel nupcial.

El puntillo, esa frecuencia alcohólica suficiente que es como un corcel de ocurrencias, comicidad y buenos ratos. Pero sintonizarlo, entre copas, con la euforia que aúpa, suele pasarnos la onda. Se despereza entonces el gremlin, sobao en su cuna. Detrás de una borrachera, siempre hay un presupuesto y un abastecimiento. Un botellón premeditado, alcohol que no falte, pilla seis más házme caso. La noche es un desfile de gremlins nada reptiles y bien vestidos, con poco equilibrio, una performance de desfases múltiples, con poca luz en los bosques con músicas. Son fiestas, uno de los fenómenos humanos más exigentes. Cada sábado millones de tribus no paran de celebrar, no se sabe muy bien el qué. Nos exorcizamos, de la mierdecilla de la vida, el cubata no me falta. Celebran estar vivos, ya ves tú, celebran ser guapos o simpáticas, o celebran ya el anticipo de un polvo trabajado que no será aquella noche, sino seis intentonas semanales después. Entre semana van a clase a sentarse y escuchar, de 10 a 11, porque se cansan y van al bar a medrar. Se tocan los huevos hasta navidad o junio, y celebran esa vida chollo de babosa lúdica con sueldo semanal que prolonga su sultanato poniéndose ciego de birra y ron, hasta que la puta vida tome su edén y le expulse para siempre de su parque de atracciones.
Bebemos. Bebemos para olvidar todo eso.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Poesía venérea


Toda ciudad, todo ser, todo lugar, tiene sus zonas prohibidas, enclaves propios que se alzan en el cogote de lo oficial y allí hacen vida. En las ciudades se levantan otras ciudadelas escondidas y alegales, las del sexo de pago, los cascotes del tráfico de droga, los mercados de abastos de imitaciones. Todo lo que la gente siempre ha ido consumiendo de estranquis.

Me llega por un amigo un tratado de literatura venérea. Estas ciudadelas tienen guías clandestinas en la "red", el marasmo de internet, esa criatura arborescente y colosal. Siempre hay una calleja que tiene un solar que da a una escalera y en el entresuelo está el punto de información turístico de todo ese submundo pegado al mundo oficial. En este caso, es un foro de poetas venéreos, puteros pro que glosan con mimo y delicadeza sus travesías en el hemisferio de las meretrices. No faltan los apelativos variadisímos a sus penes y genitalia en juego, el esmero en adjetivar y lirificar su experiencia álgida y mamífera, la profusión de matices y escalabilidad de sus puntuaciones para el prójimo lector, como si de cronistas épicos o amorosos se tratase, elevando su polvo putañero al mascarón de proa de sus realizaciones vitales.

La señora Carmen y la ramoneta llevan su capazo de esparto hasta la carnicería, y no se cuescan que en el segundo tercera, a treinta metros de sus canas, fornica un poeta venéreo con la cabeza encapsulada en su crónica, póngame una libra de lechal, córrete en mi cara, hay que ver cuánto tatu de esos mis nietos, me pones que tengas cincuenta me ponen los viejos, me pones los huesos viejos pal caldo hija pónmelos, la nueva del segundo es bailarina no? Puta, señora, es puta.

lunes, 13 de mayo de 2013

Inaguro verano. Voy tirando

A los ciegos los pasos les empiezan a sonar a verano. El derrape de los pies en la arena, suena seco, polvoriento, mientras el sol es un manto de calor sobre la piel. El mundo veraniego es maniqueo entre lo seco y lo húmedo, y el bañador es el hermes entre ambos. Una dinámica entre la deshidratación y el remojo.

Kobe insiste en el juego. Cuando campa - su manera de ser feliz - lo celebra o lo extiende jugando: a atrapar la correa, a jugar al pilla pilla... te hace partícipe de una dicha. Como yo escribiendo, mi conducta paralela a la suya. Hoy intuía que el papel se iba a velar muy fácilmente, sacando mi bobina a pasear.Cada vez se calan más los mecanismos de la lírica.

La playa ya tiene los colores de ser consumida. Una arena más amarillenta, un mar pacífico y de espejo. Está en su punto. Cada cual que ya corte la cinta inagural con su primer baño. Mi amigo peludo es de agua dulce y sombra. Un 13 de mayo uno puede veranearse ya y escatimarle aventuras y paraísos a la vida. El verano precoz es para los listos, y el verano perpetuo de Florida para los triunfadores.
Yo voy a por el calzón de baño e inaguro ya, voy tirando, otear la playa ha generado una voluntad perpendicular a ello. Luego les cuento.

sábado, 11 de mayo de 2013

2012


Disfruté mucho leyendo la biografía de Steve Jobs, casi me hago ingeniero. Eso fue en 2012, un año que ya era colono de este delta, año ya 100 % gavaniano. No me había arrancado a escribir, no había llegado ese día postrero de octubre en que se me empalmaron las galerías umbralianas. Tenía en la despensa una quincena de libros suyos almacenados, hasta que explotaron.
Pero fue un año de mucho iphone, de mucho ipad, miento, la niña vino después de la lectura de la biografía. Estaba muy al día, leía el País varias veces al día, ese diario que nunca he pagado. Me buscaba. Tenía oleadas de ingeniería electrónica, yo a mis 35, rezagado, marejadas de física cuántica, sondeando, siempre en caladura vecina a lo extremo. Megalómano, una vena sí.
Me doy cuenta que Gavà son mis estores. Las cortinas translúcidas que modulan la luz de mi alrededor. Hoy por hoy son la portada en el archivo cerebral y fotográfico de mi sitio.
Me desplazaba ese año por mi vida - y mi estepa de los 30 -, montando estos caballos con antifaces, que sabían que sólo eran transbordos: cabalgadas de tecnología, actualidad, física cuántica... Fue eso, un año de transbordo.

2013 serán ya unos paseos, un labrado de textos, una lírica, y una crónica del tiempo.
Decía que esta primavera alcanza lo caótico, demasiado lábil, quebrando la cintura de las hormonas. Apenas nos ha calado la trompeta ereccional y solar de la primavera, tan aguada. A una primavera mediocre se le suma un invierno siempre desagradable, por lo que nos están jodiendo el año. Quiénes? Ellos, son ellos, los de la niebla de la tele de los ochenta, los padres ingenieros de los políticos de hoy, todo hace cuadrar el mantra nuestro "hijos de puta".
Pero hay que confiar en la esfericidad del devenir. El año climático cumple la esfericidad, se acaba autocompensando siempre, va a venir un verano con sintonía celestial, fresco y caluroso, hasta el frigurón vuelve del exilio. También nos reconciliaremos con la política, tras una guerra sí, pero tras la cruento vendrá lo bonito y una regeneración traumáticamente bella.

viernes, 10 de mayo de 2013

Los maleducados de los ochenta


Ya en las postrimerías de la infancia, un día convulsioné. Sufrí mi primera crisis epiléptica, en plena clase de octavo de egb, a gritos de "se está muriendo". Me desperté en la misma clínica donde nací. Luego estuve en tratamiento preventivo ocho buenos años. Fenorbarbital y Epanutín que hicieron que no probará café ni alcohol toda una adolescencia, pero que no sabemos si obraron cambios sustanciales en mi destino, ese goteo de barbitúricos una década. Como nadie se puede despadrar ni desescolarizar a posteriori, esa influencia ya es irreversible y es mía como los ojos o estas piernas que me siguen a todas partes. Siempre puede haber una hipótesis subterránea que achaque tanta hiperreflexión a los barbitúricos, a lo que no tengo respuesta.

Sí que es más tangible adivinar las carencias de la educación estándar de los ochenta. Nuestros padres habían sido tallados emocionalmente con hielo, eran máquinas de trabajo nacidas en la posguerra, veníamos de aquellos lodos. Nosotros no vivimos la disciplina severa y violenta de ellos, pero participamos de las mismas tesis, ya reblandecidas. El principal déficit de ambas residía en la educación emocional, en la gestión de las emociones, el arte de eliminar el sabor amargo de la vida. Todo lo que digo suena muy humanista, hasta idealista, pero al fin y al cabo soñador y humano. Muchos de esos niños lastimados son hoy padres proteccionistas, han girado la tortilla, el rotor sadomasoquista que está en lo hondo de los egos, ha empezado a dar la vuelta.
Provenimos de un masoquismo de generaciones, sin señores feudales, murallas ni esclavismo fabril. Todo el azote nos lo hemos dado nosotros, justo los que hemos tenido que seccionar nuestros deseos razonables, de padres a hijos, con un látigo de frustración necesaria. En la posguerra llovían hostias a cántaros, en los ochenta no te llevaba el pedagogo de la escuela al psicólogo como ahora. Ni mozos recios, ni niños burbuja, como mucho primos de zumosol.

Por un lado éramos niños de máximos, nos enseñaban ideas absolutistas, religiosas, mientras competíamos en olimpiadas de física y campeonatos internacionales de deporte. Todo grande, voluble, e inconformista.
En el otro lado del mundo, el comunista, jugaban a lo mismo, a ser absolutos, pero con más pose y secretismo. Eran unas siglas para nosotros, la rda, la urss, la república popular china, y unos genios de la gimnasia y el atletismo, con deportistas tirantes y poco sonrientes, ahora sabemos por qué, funcionarios del doping político. La élite se picaba y boicoteaba en unas peleas de gallos barrocas y planetarias como las olimpiadas, los civiles llevábamos riñoneras y bañadores florescentes. Ell estilo educativo de la época también pudo haber sido mejor.

Llegábamos al aula y rezábamos. Nos alejábamos de buena mañana de este mundo mediante superstición y teatralidad. Algún que otro maestro detenía la clase y con ella la locomotora del adoctrinamiento, matemático o religioso, y nos trataba como a interlocutores especiales, vaciando lo más significativo de su vida en nuestras orejas. Luego cada cual sería ingeniero, comercial, encofrador, pero dejaba a un lado todo ese proceso robótico de introducirnos el software gigantesco, y nos dotaba de atajos, cambiaba nuestros núcleos que era realmente lo extraordinario. Aquel largo proceso de introducción del disco duro, que fue el colegio, apenas estuvo jaleado por el entusiasmo del descubrimiento, casi nada provenía del espíritu de una ciencia romántica. Dicen que teología y filosofía tienen una convivencia cainita. No nos contaban historietas de científicos ni literatos impresionantes, desde ojos admirados y recreación de gestas del ingenio humano. Nos traspasaron sus papeles minerales anónimos, sus esquemas, los resúmenes justos y empobrecidos de aquellas biografías. Lección siete, teorema de boole, lección ocho, segunda ley de Mendel. Que os den.

jueves, 9 de mayo de 2013

Burbujas y albal


El colegio tenía un bar, concedido a los Ripoll, una familia más del colegio, que ahí se ganaba las perras, cuyas caras, de madre-padre e hijo, se nos han quedado grabadas, como una vivencia conductista de cachorros de Pavlov, asociada a los guardianes de las golosinas, las pastas y los refrescos.

Cuando sonaba un timbre revolucionario, sabían que les llegarían los clientes en jaleo exponencial, sitiándolos, toda una marabunta infantil al abordaje. Al igual que palomas anegando unas migas de pan, empezaba el recreo y cincuenta niños se apelotonaban en una barra de dos por dos, haciendo segunda fila y tercera. Se sujetaban al metal de la barra como en un tranvía en movimiento, de puntillas, como en una cornisa al vacío agarrados por la panza y una mano, mientras con la otra en alto vociferaban la comanda entre bramidos de subasta, fajándose entre decenas de brazos en plena melé apocalíptica, por un bocata de niño al que se le consume el recreo. Podías tardar cinco o diez minutos en ser percibido, se te iba medio patio, medio partido, media vida, sin el bocadillo envuelto en albal de casa. Se acababa el mundo en ese tumulto desaforado, tenías que luchar o perecer.

El tentempié de las once, que sólo se iba a la papelera si aparecía un chopped indecente o una mortadela asaltada de aceitunas malditas, nunca fue visto como una comida. Era un componente escolar, un personaje inanimado más como las reglas, el uniforme de gimnasia, o los rotring. Total, que nos habíamos pasado doce años almorzando como relojes a las once de la mañana, y sacados del colegio medio país se escapa del trabajo para hacer el café y el panecillo, pero lo vemos inconexo con nuestro perpetuo bulto de albal de la infancia si no nos paramos a pensarlo.
No hacemos más que repetir cada día el asueto del patio, sin timbre de por medio, y obedecer a un estómago entrenado que susurra su pan.

Los Ripoll tenían una cafetera barista, la vitrina anhelada de chuches, y la zona de las pastas con los bocadillos preparados. Su espacio era pequeño, una proa arrinconada que tras la barra a la altura adulta, tenía una alargada y profunda zona de mesas amarillas, donde se hacían las fiestas de cumpleaños por las tardes al salir del colegio. Mi madre siempre fue espléndida con los cumpleaños. Aquellos tarjetones a rotu, invitando a nuestros preferidos y entregándolas devotamente. Era nuestro acto inagural en la burocracia del ocio, la pompa, los pases, las listas vip, las discriminaciones necesarias, los presupuestos. Era un acto social, un día C, oficioso, cualquiera, invernal, lunes o jueves, la efeméride propia que marcaba el calendario a la vez que pintaba nuestro territorio, con los seleccionados. El cumpleaños como homenaje pasajero y arbitrario. Para nosotros, una tarde más en la que blandamente llegaban regalos, entre un dispendio de tranchetes y ganchitos, en que se era la referencia episódica del momento, jugábamos como cualquier tarde más, llegaban al final el resto de madres... e íbamos para casa iguales que siempre. Años más tarde a todas esas orlas, esos rizos, sofisticaciones, del acontecer social, le llamaríamos burbujas, parafernalias.

Modo decoloración


A las siete y media de un día de mayo, las calles ya están puestas esperando. El día es madrugador, nosotros no.
Las zonas que poseen bosque ayer tenían una niebla de polen, que desaparecía al distanciarte de arboledas, como un radar de urbanismo. Con claridad las partículas en suspensión dan la impresión de un velo transparente, una textura del aire como un efecto de estudio fotográfico. Con humedad, se comportan como microcristales y refractan aún más el efecto niebla hasta el efecto pantalla, con velos de un blanco casi opaco.

Ya son días de turra, horas de sprint solar tumbalagartos. La naturaleza pasa por su proceso de decoloración. Lo verde es plenitud, un triunfo del frescor y la biología, de lo viable hasta en el tótem de los semáforos. La naturaleza empieza a cambiar a ámbar, es el fuego diferido y perpetuo del sol el que le usurpa el verde, y le da un color pajizo de hierba muerta. El verano es decoloración externa ganada con nuestra coloración propia.

Los vegetales hibernan a la inversa, con el calor se secan y disipan, hasta la resurrección de las lluvias de otoño. Es un sacrificio. Después de ofrecer las flores a una pira, fenecen en pos de dar fruto, como típicos padres sacrificándose por la descendencia.

La primavera es visual y el verano es un terreno que gana el tacto. El invierno sería pensamiento, y el otoño recuerdo, evocación gradual hasta que un día nos acordamos de todos los muertos, en nuestras coordenadas de inculto a los antepasados.

lunes, 6 de mayo de 2013

Erótica infantil


La erótica de un niño es inconstante y platónica. Solemos enamorarnos de lo grande, lo notorio. Una hermana mayor, ya admirada por el resto de la pandilla; una madre del grupo distinta, llamativa y rejuvenecida; y una profesora tímida, que es una autoridad encarnada de juventud, que te seduce entre el poro abierto de tu sumisión y la entrada de su esplendor de madre atractiva. Nos enamoramos de las profesoras, las madres lo notan, pero no podemos decirlo porque es delatar un amor ensuciado, laboral, incestual, sólo los bocazas de la clase presumen de su noviazgo con la de música, y la de plástica, porque aparte de boquerones, ya son bígamos. El amor a la señu es un amor plácido, cómodo y en almíbar, una erótica sana de regazo. Se siente a la vez su protección y un deseo fruído con vendas, informe, cuasi anónimo. El niño a todo ese aleteo ruboroso no le ubica casillero, es un sentir anónimo, secundario, y un fenómeno más dentro de los subidones clásicos de la infancia. Los niños son asexuados, el sexo es un código que no aprehenden, una onda no sintonizable, al menos en mi escuela eso era así con unas aulas vaciadas de niñas.

Y llegó un sexto de EGB malhablado, de repente los dos avanzados de la clase, los perniciosos, los primeros en degenerarse, tenían en la boca la palabra paja todo el día, y meneársela, con unos dejes desafiantes de enterados. Era como si hubiesen aprendido un código nuevo, no nos cuescábamos de eso que pregonaban y lo intuíamos como una moda nueva, musical, deportiva, de juguetes, qué coño habían descubierto ese par de pringados que ahora iban de vanguardistas. La lascivia descapullando nuestra era asexuada.

Pero en párvulos sí que nos mezclaron y se me atribuyó durante años un romance que nunca recordé, la Talala, y que para mí no existía. En la prehistoria de mi memoria dicen que llamaba así a una niña, Natalia, que continué viendo hasta la adolescencia, porque sus padres veraneaban en el mismo pueblo que nosotros y mantuvieron la amistad con sus consuegros. Fue tal la insistencia de mi familia en dejar claro mi interés hacia Natalia, que me la hicieron aborrecer. Yo era ya un niñazo de 6 años y me daban la vara con cosas antíquisimas de hacía media vida, cuando tenía 3, así que me distancié de ella esas mañanas de playa hasta los 9, para no casarme a los 7 empujado por el entorno. La verdad que la niña era un encanto y le di la razón y un guiño a mi yo de 3 años por su ojo clínico en el parvulario. Pero ya digo que pesaba mucho el pasado y todos los besos, valses y declaraciones de amor que nos debimos dar a los 3 años, en aquel amor tan cacareado en mi casa y en la ciudad.

Pero el amor de mi infancia, inflamable, celestial y estúpido, fue una tal Marina, madrileña, veraneante en Carboneras, Almería, cuando yo tenía ocho años, y ella nueve. Obviamente se ha mantenido en secreto veintiocho años, porque era un amor de los de antes, a quemarropa y yéndote a dormir cada día a la cama pensando en esa ilusión con rostro. Aguantó esa imagen varios inviernos, y tampoco había en el colegio ninguna igual femenina para compensar la pasión almeriense. Fui a parar allí, en un viaje con mis padres a Almería pasando por Bilbao, tirando de cámping. Ella era la sobrina de los amigos que iban con nosotros, y en su casa nos alojamos unos días finales de ese periplo o vuelta a España. A ese voltio le debo mi memoria ochentera de cierta geografía peninsular, ráfagas de Salamanca, Cascais, Algarve, Mazagón, pueblos sevillanos y malagueños, Ceuta, la playa de cantos de Carboneras.
Marina era una española con una belleza africana en flor, ojos saltándote que no saltones, pelo recogido y vivo, facciones redondas y perfectas, en ese moreno subido de las niñas en verano que es pura sensualidad inocente y apabullante. No leía a Heidegger ni le daba al vodka. Yo me fijé en ella, aquella tarde, y las quinientas tardes más que siguieron. Como los niños quedan prendidos en resinas que ellos eligen como eternas. Todo ese platonismo infantil, idealismo pasivo que no va más allá y ensalza la imagen porque nunca se corrompe en el gasto de realidad, queda perfecta e incólume en su corto recorrido no contrastado. La base fue que ella era una belleza expresiva y evidente, que las hay sólo evidentes, ésta era comunicativa y traspasaba, invasiva. Una belleza fresca, que seguro que veintiocho años más tarde sigue vistiendo, mirando y seduciendo bien. Yo me llevé ese amor estampa al noreste, y le rezaba cada noche como un amor incipiente hecho de garabatos y festivo.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La sangre abollada de hormonas


Un lunes pones la calefacción del coche a 30 para desentelar los cristales, y el martes tienes que poner el aire acondicionado por el calor opresivo. Así de esquizoides estamos. La primavera es inestabilidad, y la actual llega a dramática, con sus loopings meteorológicos.

Esta estación es una sucesión de exhuberancias y ocasos. Un tropel de bienvenidas, eclosiones, apogeos, sumidos y desbaratados por las secuelas del invierno, que irrumpe como un aguafiestas, como un atraso, y nos olvida el verano.
Pero más que prosa, son acelerones y frenazos de temperatura y luz, un dramatismo para las hormonas dislocadas. Nuestra rémora vegetal yace ahí, violada por los cambios de luz. Dicen los siglos que la primavera la sangre altera, y en ésta se desespera, con su revoltillo de hormonas perdidas.
Vienen los días de mal cuerpo, como una carambola climática, aparecen vértigos de la existencia, como un mareo hormonal en la sangre. Los manuales alertan que se puede recaer de depresión un día loco de cambio climático. No podemos aspirae más que a una felicidad dálmata e interrupta.

Después del vértigo hormonal, de la ganuza carpanta y sexual, de la confusión e inestabilidad anímica, clarea la calma y se supera el mal trago. Fortalecidos. Tenemos un tercer ojo vestigial enterrado entre neuronas, y aunque ahora sólo dispara hormonas, va graduándose como francotirador y como sede lúcida.
Todo esto ocurre a aquellos mamíferos que habitan las cuatro estaciones, en las regiones temperadas del globo. Aquellos nombrados Primer Mundo, frente al tercero que no dispone de estaciones, del ladrón del frío, los edenes que sólo tienen verano seco o verano lluvioso todo el año. El paraíso es confortable y estático, sin estos sucesos hormonales depresores. En el trópico no sucede nada porque no se viola a las hormonas. Existe una Historia interior descalabrada que no aparece en ningún libro de texto.
Son cinco mil años adaptándose, sobreviviendo a las inclemencias, del tiempo y del espíritu, a esta jodienda de cambios y vaivenes hormonales anímicos. Estamos mu locos. Tiramos comida deconstruida a veces sin más, somos sofisticados y psiquiátrikos.
Ha sido una semana lábil, llevábamos la sangre abollada de hormonas.