Más allá del exotismo que rezuman sus nombres, de imaginarse una ríada colorista de vestidos y comidas, salpicada por rascacielos y una modernidad no occidental... ahora que he estado en Mumbai, el encanto cuesta encontrarlo de veras.
Empecemos porque toda urbe de 20 millones de personas es una desmesura, un desequilibrio. Bombay se puede definir en una palabra más que las demás: claxón.
Un sonido perpetuo mientras el animal-ciudad no duerme. Un emblema cotidiano de la realidad del "somos muchos", como si la ciudad se quejase "civilizadamente" de ello a diario. Cada cual cruza la calle por donde quiere, camina la acera seguido de muchos en ella o en el arcén; y circulando, para qué quiero semáforos, si hay bocinas, para qué quiero intermitentes si me meto igual.
Veinte millones de personas no se acaban nunca. Los "figurantes" de mi viaje, se suceden por todas partes, a todas horas, en líneas de a 10, en un sentido y en otro. La gente en Mumbai nunca se acaba. Entre bocinas claro.
Este enjambre, desafortunadamente desconchado aquí y allá, recuerda a Brasil. En pleno trópico, con una media anual cercana a los 30ºC, hiperpoblado, igual de urbano que Río. La comparación es más por quién está peor, porque la distancia con los ex-colonizadores parece insalvable.
A ellos, en este caso los ingleses, cuesta imaginárselos en estas latitudes. Dejaron arquitectura fácilmente notable. Monumentos que se yerguen como invitados de piedra impersonales, viendo pasar vidas sin ningún punto de tangencia con ellos. Excesos coloniales que pueden llegar a humillar más que enorgullecer. Auténticos fuertes anglo-sajones que se resisten al paso de los tiempos.
La estación central, Chhatrapati Shivaji Station, merece mención aparte. La estación más confluida de Asia, de donde emana todo el hormiguero que inunda las calles de South Mumbai. Impresiona ver llegar a un tren local, un armatoste anchísimo, que parece salir del período de entreguerras, pero que aún funciona. Cargado con infinidad de personas, las más bien colocadas con medio cuerpo ya fuera del tren. Al detenerse, una manada marcha sobre todo el andén, cientos de personas dirigiéndose a la salida. Es un espectáculo que se repite cada 3 minutos. Y es de lo mejor que se puede observar en esta ciudad. Tras el vacíado de un tren, uno se imagina como es la vida de un mumbaí de las afueras, y como ése tren le conecta con la ciudad empapado de gente, se intenta ganar la vida en el enjambre con polvo del centro, y lo reconecta de nuevo a su humilde núcleo, entre la vida-marabunta de gente que empequeñece a cualquiera, dejando menos oportunidades e ínfimas porciones del pastel. Me imagino que en cada casa, se debe tener su pequeño santuario, su pequeña zona donde hay cosas sagradas y mías, por donde emana el porqué de lo combativo a diario. Entre bocinas claro.
Otro día hablaremos de por qué la religión correlaciona con la pobreza y la menoscultura.
jueves, 17 de marzo de 2011
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